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lunes, 17 de agosto de 2015

CONCILIO VATICANO II (De una homilía del padre Alfonso Gálvez)

En las dos entradas anteriores hemos podido leer el comentario que se hace a lo contenido en el libro "Vaticano II: UNA EXPLICACIÓN PENDIENTE", cuyo autor es Brunero Gherardini (Pinchar aquí y aquí).

Un libro que abre una profunda, seria, serena y rigurosa línea de investigación sobre el Concilio Vaticano II; y que se encuentra tan lejos del prejuicio de algunos como del aplauso adulador de la mayoría ... y siempre desde el amor filial a la Iglesia. Se trata de un
libro de necesaria lectura para abrir los ojos a los cristianos de hoy ante los graves problemas actuales que asedian a la Iglesia católica. Y les llevará, sin duda, a una reflexión realista al mismo tiempo que esperanzada.

Fue al poco, muy poco tiempo, de leer ese comentario cuando me encontré con la quinta parte de la homilía del padre Alfonso Gálvez, sobre
la Gran Cena y los Invitados Descorteses, en la que se aborda también este tema tan importante cual es el del Concilio Vaticano II. Aquí lo transcribo, tal cual ... aunque he cambiado algo el formato en cuanto a los colores, por ejemplo, se refiere.  Algo tendría que "ser original mío" en esta entrada; como se dice normalmente "menos da una piedra"


En fin, fuera de bromas, lo que importa es el contenido que, como es ya habitual en el padre Alfonso, es claro y rotundo. Claridad, rotundidad y un inmenso amor a la Iglesia son algunas de las notas (entre otras muchas) que lo distinguen:


Continúa la parábola diciendo que el criado comunicó a su amo que la sala ya se había llenado de pobres e indigentes y aún quedaba lugar. A lo que contestó su señor:

- Pues entonces sal a los caminos y a los cercados y oblígalos a entrar, porque quiero que mi casa se llene de invitados.

Es de notar que la expresión oblígalos a entrar suena en la actualidad como escandalosa, ante una Iglesia modernista que hace caso omiso de las enseñanzas del Evangelio. Por lo que la doctrina que contiene es rechazada por el vigente Progresismo eclesiástico de cariz modernista, inspirador de las Declaraciones sobre Libertad religiosa emanadas del Concilio Vaticano II. Las cuales han supuesto un grave obstáculo a una Pastoral de Evangelización de la Iglesia que había permanecido indemne y floreciente durante veinte siglos.

En realidad la Iglesia no había entendido nunca el celo apostólico como instrumento de coacción a las almas utilizado para lograr su conversión. El celo de tu casa me consume, del que habla el salmo 69, se refiere a la propia persona que ama a Dios (como fácilmente se deduce de la misma expresión) [1] y que se ve impulsada a trabajar por la conversión de los demás.

El apóstol evangelizador no hace sino cumplir el mandato de Jesucristo: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado.[2]

Aunque el espíritu apostólico y evangelizador de la Iglesia, por muy ardoroso que sea - aunque justificado de todos modos cuando está en juego la salvación de las almas- siempre ha tenido presente la necesidad previa de la libertad, tanto en el ánimo de los evangelizadores como en el de los evangelizados.

En realidad la idea de la coacción fue subrepticiamente introducida en la Teología católica postconciliar sin fundamento alguno, mediante la utilización de los acostumbrados recursos de las falsedades metodológicas y de las mentiras históricas. Los primeros obstáculos a la enseñanza secular de la Iglesia partieron del Concilio Vaticano II a través de la Declaración Dignitatis Humanæ, en la que se contienen ideas más bien discordantes de la Doctrina Tradicional:

Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.

Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural.

Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil. Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza.

Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido.[3]

Las consecuencias de esta doctrina no se hicieron esperar, como lo demuestra la historia de más de cincuenta años de postconcilio y la confusión producida en la Iglesia en la doctrina, en la liturgia, en el culto, en el concepto de Sí misma, en los mismos fieles y en la deserción hacia las sectas protestantes. Mucho se ha hablado y aún se podría hablar acerca del tema, aunque quizá sea lo mejor ofrecer el ejemplo de uno de los sucesos más recientes ocurridos en el momento de redactarse este escrito:

Según hace constar el periodista Chris Jackson,[4] ha sido descubierto en Detroit (Michigan, USA) un monumento de bronce de una tonelada de peso dedicado a Satán, llamado Baphomet, a fin de ser expuesto a un número limitado de fieles adoradores. El cronista da cuenta de la ardorosa protesta producida por parte de un señalado número de neocatólicos y algunos grupos protestantes, no sin hacer notar, por lo que hace a los neocatólicos, la discrepancia entre su actitud y el apoyo prestado a la doctrina enseñada por el Concilio Vaticano II y confirmada por las iniciativas ecuménicas de los Papas postconciliares.

Asegura el cronista, en el caso de que hubiéramos de atenernos literalmente a la doctrina conciliar, que los satanistas poseerían pleno derecho a estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.

Por lo que el derecho a esta inmunidad -continúa el cronista citando las fuentes del Concilio- permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido.

Alguien podría objetar que esta argumentación carece de sentido, por cuanto es evidente la intención del Concilio, aunque no lo diga expresamente, de referirse exclusivamente a los cultos a la Divinidad con exclusión de elementos no propiamente religiosos como pueden ser los tributados a Satán. Sin embargo, en el ámbito de las Leyes no es válido el recurso a una supuesta intención implícita del legislador cuando el texto de la ley es suficientemente claro y explícito.

Tal vez se podría recurrir a las complicadas teorías sobre la interpretación jurídica de afamados expertos del Derecho, como Legaz Lacambra, Giorgio del Vecchio o Hans Kelsen que en realidad no conducirían a ninguna conclusión, puesto que la Declaración dice claramente que nadie debe ser impedido en el ejercicio de la libertad religiosa cuando obra conforme a su conciencia, sin alusión alguna a la Divinidad y según el sentido obvio general del Documento.

Y además sin limitación alguna a excepción de la que se refiere a guardar los límites debidos, expresión que se acaba de aclarar cuando añade con tal de que se guarde el orden público. En cuanto a que los cultos satánicos no pertenecen al ámbito propiamente religioso, es una afirmación que no responde a la realidad, puesto que Satanás es un ser real contemplado por la Revelación sobrenatural, lo mismo que el Infierno está contenido en ella como contrapunto del Cielo.

Por otra parte, resulta difícil negar que el Concilio contempla toda clase de religiones, incluidas las que no hacen referencia alguna a la Divinidad o son contrarias a ella, desde el momento en que está suficientemente claro en los textos:

Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abrahán adoran con nosotros a un solo Dios misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día.[5]

Y en otro lugar dice expresamente:

Así, en el Hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición mediante las modalidades de la lucha ascética, a través de profunda meditación, o bien buscando refugio en Dios con amor y confianza.

En el Budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado pueden adquirir el estado de perfecta liberación o la suprema iluminación por sus propios esfuerzos apoyados con el auxilio superior.[6]

El problema que plantean estos y paralelos textos conciliares consiste en que no solamente no parecen responder a la doctrinas profesadas por estas religiones, las cuales el Concilio reconoce como legítimas, sino en que lo contenido en ellas se opone claramente a la Doctrina Católica. Como ocurre, por ejemplo, con puntos fundamentales del Islamismo de los que se pueden citar algunos:

Las mujeres son inferiores a los hombres.[7]
La creencia en la crucifixión y en la resurrección de Jesucristo es falsa.[8]
Creer en la divinidad de Jesucristo es blasfemia.[9]
La creencia en Jesucristo como Hijo de Dios es un grave error.[10]
Los musulmanes tienen como mandato luchar contra los cristianos y contra todos los que se oponen al Islam.[11]

Las dificultades aumentan a causa de que muchas de las expresiones contenidas en los Documentos conciliares son anfibológicas y confusas, sin la aportación de explicaciones suficientes que contribuyan a su aclaración. Lo que que induce a algunos a pensar que se trata de meras logomaquias. Tal ocurre, por ejemplo, con la Declaración Nostra Aetate, donde se afirma que en el Hinduismo se expresa el misterio divino mediante la inagotable fecundidad de los mitos y los penetrantes esfuerzos de la filosofía.

Sin embargo, examinadas atentamente las palabras, cabría preguntar acerca de lo que significan la inagotable fecundidad de los mitos o los penetrantes esfuerzos de la filosofía. Con respecto a lo primero -los mitos y su inagotable fecundidad- conviene hacer notar que tampoco aquí los expertos han logrado ponerse de acuerdo acerca del origen, significado o alcance sociológico de los mitos, como demuestran las diversas y variadas teorías de antropólogos tan afamados como Mircea Eliade, Lévi--Strauss, Malinowski, Jung y otros. En cuanto a lo segundo -los penetrantes esfuerzos de la filosofía- no hay sino decir que, dada la extraordinaria multitud de corrientes existentes de pensamiento, sería conveniente conocer de un modo más explícito la clase de filosofía a la que se refiere el Concilio.

Y el problema se agrava más cuando se considera que la Escritura no parece estar conforme con las benevolentes declaraciones conciliares, como la que asegura que católicos y musulmanes adoran a un mismo Dios. Por ejemplo cuando afirma:

Jesucristo dice de Sí mismo que nadie va al Padre si no es a través de Mí.[12]

Y en otro lugar:

El que cree en el Hijo tiene la vida eterna, pero quien se niega a creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.[13]

¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ése es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo, tiene también al Padre.[14]

En esto conocéis el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios.[15]

El que cree en el Hijo de Dios lleva en sí mismo el testimonio. El que no cree a Dios le hace mentiroso, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo.[16]

Porque han aparecido en el mundo muchos seductores que no confiesan a Jesucristo venido en carne. Ése es el seductor y el Anticristo.[17]

Todo el que se sale de la doctrina de Cristo y no permanece en ella, no posee a Dios; quien permanece en la doctrina, ése posee al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros y no transmite esta doctrina no le recibáis en casa ni le saludéis; pues quien le saluda se hace cómplice de sus malas obras.[18]

Lo que parece descubrir una brecha o especie de esquizofrenia doctrinal entre las enseñanzas sobre el Ecumenismo del Concilio y los datos de la Escritura. Problema que se intentó resolver mediante el recurso a las llamadas hermenéuticas de la continuidad, de las que apenas hoy ya si se habla.

Fracasado lo cual se acudió a las teorías rahnerianas y ratzingerianas acerca de la interpretación historicista de la Revelación, según las cuales ésta [es decir, la Revelación]depende del sentimiento humano, que es el que decide según las vicisitudes y circunstancias del momento histórico. Lo que conduce a la conclusión de que no es la Escritura la que juzga al hombre, sino que es el hombre quien juzga y determina a la Escritura.

Otra circunstancia que ha contribuido a provocar la actual Apostasía General que sufre la Iglesia es el hecho, nada fácil de explicar, de las peticiones de perdón a las que se ha avenido la Jerarquía con respecto a las Cruzadas y a la Evangelización de América. Es bien sabido que durante siglos habían sido considerados tales acontecimientos, con consentimiento unánime y universal, como verdaderos timbres de gloria para la Iglesia y para las Naciones Evangelizadoras. Y de ahí que muchos católicos se sientan confusos y desconcertados: ¿Se equivocó la Iglesia de entonces o está cometiendo un error la de ahora?

Efectivamente los tiempos de gran confusión son también tiempos de preguntas difíciles y desconcertantes. Que generalmente no encuentran respuesta, ... , al menos de momento. Porque si el justo vive de la fe [19] también vive de la esperanza, que es lo que le hace estar convencido de que al fin todo quedará aclarado; cuando la verdad se imponga definitivamente al error y la luz acabe por disipar las tinieblas. Será el día en el que aparezcan por fin los cielos nuevos y la tierra nueva, conforme a la promesa que se nos hizo, y en los que habitará la justicia.[20]



[1] Sal 69:10.
[2] Mt 28: 19--20.
[3] Dignitatis Humanaæ, I, 2.
[4] Chris Jackson, página web de Remnant Newspaper, 15, Julio, 2015.
[5] Lumen Gentium, n. 16.
[6] Nostra Aetate, n. 2.
[7] Sura 4:34.
[8] Sura 4: 157--159.
[9] Sura 5:72.
[10] Sura 19:35; 10:68.
[11] Está contenido en la Sura 9:26.
[12] Jn 14:6.
[13] Jn 3:36.
[14] 1 Jn 2: 22-23.
[15] 1 Jn 4:2.
[16] 1 Jn 5:10.
[17] 2 Jn: 7.
[18] 2 Jn 9-11.
[19] Heb 10:38.
[20] 2 Pe 3:13.

CONCILIO VATICANO II: UNA EXPLICACIÓN PENDIENTE (Brunero Gherardini) (2 de 2)



[Se recuerda, otra vez, que este libro de Brunero Gherardini iba dirigido al antiguo papa Benedicto XVI. El papa Francisco, con mayor razón aún, bien podría darse por aludido, pues lo está,  y actuar, a la sazón, como Dios manda ... nunca mejor dicho, en este caso concreto]


Gherardini sigue afirmando: «Me apresuro a decir que ni la Lumen gentium ni ningún otro documento del Vaticano II albergó el propósito de formular ni siquiera una sola definición dogmática. El Concilio, conviene no olvidarlo, no habría podido tampoco proponerla, puesto que que se negó a ponerse en la línea trazada por los Concilios anteriores» (págs. 49-50).

A la objeción de que se calificaron de “dogmáticas” las constituciones Lumen gentium y Dei Verbum, el autor responde diciendo que ninguna de las dos «echó mano de los acostumbrados cánones de condena, lo cual evidencia que renunciaban a dar carácter dogmático a sus doctrinas respectivas. ¿Por qué se habla entonces de “constituciones dogmáticas”? Evidentemente, porque recogieron dogmas definidos con anterioridad» (pág. 50). 


Además, Juan XXIII aseveró explícitamente el 11 de octubre de 1962 que el Concilio «no se había convocado para condenar errores y formular nuevos dogmas, sino para manifestar la verdad de Cristo al mundo contemporáneo. (…) Es lícito, por consiguiente, reconocerle al Vaticano II una índole dogmática sólo en los lugares en que propone de nuevo como verdades de fe dogmas definidos en concilios precedentes. En cambio, las doctrinas que le son propias no podrán considerarse en absoluto como dogmáticas porque carecen de las ineludibles formalidades definitorias y, por ende, de la correspondiente voluntas definiendi» (pág. 51).

CONCILIO Y POSTCONCILIO

«El Vaticano II no prestó nunca su ayuda directa» a la debilitación ni, aún menos, a la superación de las posiciones doctrinales, disciplinares, litúrgicas y pastorales de la Iglesia preconciliar. Fue el postconcilio el que pensó en ello» (pág. 74). No obstante, el Concilio prestó una «ayuda indirecta» (loc. cit.) a tal vuelco, y «los interesados en la obra de debilitación y superación mencionada hicieron de esa ayuda indirecta una "regla hermenéutica" denominada "espíritu del Concilio"» (loc. cit.). Ahora bien, observa Gherardini, aunque «hablando formalmente» el espíritu conciliar no podía elevarse a la categoría de criterio interpretativo del Vaticano II, sin embargo «se daban las premisas materiales para ello» (p. 75).

Los principios del espíritu del Concilio, «aunque eran ajenos formalmente a la letra del Concilio (…), provenían de sus patrocinadores más o menos ocultos y habían sido injertados por éstos en el tronco conciliar e introducidos a título pleno entre sus instrumentos de interpretación» (pp. 75-76). De ahí que, en opinión de los mismos, «quien no extrajese de ello las debidas consecuencias innovadoras hasta llegar a la creación de una religión nueva (…) demostraría no saber moverse cual se debe en el denso y oscuro laberinto de las antinomias conciliares y, sobre todo, postconciliares. Se dio, de hecho, y sigue dándose todavía, una hermenéutica de la ruptura» (pág. 76) 

[Esto tiene una especial importancia y es altamente preocupante]

El autor califica de «verdadero modernismo» tal interpretación del Vaticano II (pág. 77), razón por la cual le pide al Papa que sustituya la hermenéutica de la ruptura, o la de la continuidad aseverada pero aún no probada, por una hermenéutica teológica «que determine el valor, el significado, la vitalidad, la originalidad y las finalidades del Vaticano II a la luz de los principios citados» (pág. 84), que son los “teológicos” (pág. 87), para «poder así valorar el significado (…) y el alcance eclesial del pasado Concilio» (loc. cit.). Una hermenéutica auténticamente teológica debe responder a la PREGUNTA DECISIVA: «El Vaticano II ¿se inscribe sí o no en la Tradición ininterrumpida de la Iglesia desde sus inicios hasta hoy?» (pág. 84).

LA "HERMENÉUTICA DE LA CONTINUIDAD, NO DE LA RUPTURA"

Tocante a la «hermenéutica de la continuidad, no de la ruptura, como única hermenéutica que ha de adoptarse» para el Vaticano II (Benedicto XVI, 22-XII-2005, discurso a la curia romana), Gherardini escribe lo siguiente: «Confieso que dicha afirmación, aunque importante, no me pareció ni original ni satisfactoria del todo» (pag. 87), dado que el problema real que había que afrontar, la «demostración que quedaba por hacer», estribaba en «PROBAR que el Concilio no se situó fuera del surco de la Tradición» (pág. 87). Y una vez llegado a este punto es cuando añade: «Recién terminado el Vaticano II (…) hablé primero de "continuidad evolutiva" y luego escribí sobre la misma (…) para hallar, mediante esta fórmula, la posibilidad de vincular el Vaticano II (…) a la Tradición precedente. Con eso y todo, confieso que nunca he dejado de preguntarme si el pasado Concilio salvaguardó, en todo y por todo, la Tradición de la Iglesia y si, por ende, la hermenéutica de la continuidad evolutiva constituye un mérito suyo innegable del que se puede dar fe» (loc. cit.).

En cuanto a los grandes teólogos “nuevos” y “novísimos” que participaron como “peritos” en el Concilio, el autor que comentamos admite que aunque Rahner, Schillebeeckx, Küng y Boff asestaron «hachazos directos» a la Tradición (pág. 90), otros «célebres peces gordos, en cambio, como von Balthasar, de Lubac, Daniélou, Chenu y Congar» (loc. cit.), se los asestaban «indirectos» (loc. cit.). 

En efecto, «algo nuevo había nacido, que se extendió desde 1965 en adelante, aunque no carecía de raíces en el periodo 1962-1965 [durante el propio Concilio]; algo que destruía sistemáticamente los puentes que unían con la linfa vital de la Tradición (…). Fue el humus del Vaticano II el que amacolló lo "nuevo", y fue su placet el que lo elevó al rango de lema y seña» (pág. 99). 

Así que no se trata tan solo del postconcilio, sino también del propio Concilio, de su terreno, de su ambiente, de su asentimiento a la ruptura sistemática con la Tradición.

Gherardini quiere ser claro y prosigue diciendo en la misma línea: «aun si pudiera probarse que [el Concilio] careció de responsabilidad directa, es cierto, de todos modos, que la tuvo indirecta y que, a consecuencia de ello, el debate teológico del postconcilio se desentendió de la Tradición y la interpretó a su conveniencia» (pág. 103).

El autor aborda en su libro las cuestiones de la divina Tradición, la Colegialidad, la Libertad religiosa, el Ecumenismo y la Reforma litúrgica para mostrar los puntos que las oponen, al menos materialmente, a la doctrina católica comúnmente enseñada hasta 1965. 

Hace ver que la Dignitatis humanae (la declaración sobre la libertad religiosa) y la Nostra aetate (la declaración sobre el diálogo con las religiones acristianas, especialmente con el judaísmo) se concibieron juntas, sobre todo por obra de Monseñor E. de Smedt, el 19-XI-l963, y que por eso un mismo lazo «une el ecumenismo con la libertad religiosa», como si la Palabra divina «no hubiese establecido que la libertad depende de la verdad» (pág. 189).

EPÍLOGO Y SÚPLICA AL SANTO PADRE

El problema de fondo que el Papa es el único que puede resolver (puede hacerlo incluso por sí solo) es el de PROBAR si hay continuidad o discontinuidad entre el Vaticano II y los veinte concilios que le precedieron, o sea, si el postconcilio contribuyó o no a alejar al Vaticano II de la Tradición (pág. 243). Es menester PROBAR -no basta con limitarse a afirmarlo- que se da una continuidad homogéneamente evolutiva (eodem sensu eademque sententia) entre el Vaticano II y los otros veinte Concilios (pág. 244). 

Monseñor Gherardini escribe: «Está a la vista de todos (…) el cambio radical de mentalidad que, habiéndose iniciado con el modernismo en los primeros años del siglo pasado, triunfó en los pródromos del Vaticano II, en el aula conciliar y, sobre todo, en el desastroso transcurso del postconcilio. Quien lo negara (…) demostraría que vive en las nubes» (pág. 246). 

Sigue una súplica al Santo Padre en la cual el autor pide «claridad a la hora de responder a la pregunta sobre su continuidad [la del Concilio] con los restantes Concilios, y una continuidad no aseverada enfáticamente, sino demostrada (…). [Pide asimismo] un análisis científico de los documentos en particular, de su conjunto y de cada tema que toquen, de sus fuentes próximas y remotas (…). 

Será necesario PROBAR -más allá de cualquier aseveración enfática- que la continuidad es real: una continuidad tal sólo se manifiesta en la identidad dogmática de fondo. Cuando ésta no pueda probarse científicamente, en todo o en parte, será menester decirlo con franqueza y serenidad en respuesta a las exigencias de claridad, claridad que se desea y espera desde hace casi medio siglo (…).  [Ahora sí que hace ya medio siglo]

Se podrá así saber si, en qué sentido y hasta qué punto, el Vaticano II, y sobre todo el postconcilio, pueden interpretarse en la línea de una continuidad indiscutible con los demás Concilios, aunque sólo sea a título [homogéneamente] evolutivo o si, por el contrario, son ajenos a éstos e incluso hostiles a los mismos» (pág. 257).

El libro que comentamos va precedido de dos cartas introductorias y de apoyo

La primera es del obispo de Albenga, Monseñor Mario Oliveri, quien se une toto corde (pág. 8) a la súplica de Gherardini y expresa su firme convicción según la cual «si una hermenéutica teológica católica descubriese que algunos pasajes (…) no sólo hablan nove (de manera nueva en cuanto al modo), sino que también dicen nova (cosas nuevas en cuanto a la sustancia) y respecto de la Tradición perenne de la Iglesia, no estaríamos ya ante un desarrollo homogéneo del Magisterio: se tendría allí una enseñanza no irreformable, ciertamente no infalible» (pág. 7). La otra carta es de Monseñor Albert Malcom Ranjith, arzobispo, secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. 

De ahí que podamos afirmar que dos miembros de la Iglesia docente le piden al Papa, junto con el teólogo Brunero Gherardini, que dirima “autoritativamente” la cuestión que el Concilio Vaticano II le plantea a la conciencia de los católicos desde hace cincuenta años.

[Traducción por tradicioncatolica.es. Los pasajes del libro son sobre la versión italiana]

El libro puede pedirse en español aquí

CONCILIO VATICANO II: UNA EXPLICACIÓN PENDIENTE (Brunero Gherardini) (1 de 2)


Este libro de Brunero Gherardini es impresionante, ya desde la primera frase del prólogo. De lectura fácil y amena; y muy bien documentado: merece la pena leerlo. Libro dotado de un gran rigor intelectual y de un uso acertado del sentido común. Sobre el mismo hay un comentario que he leído en Adelante la Fe (se trata de una traducción del original de un artículo escrito en italiano en la revista [sí sí no no] ). Me ha parecido de interés y, dada su extensión, lo coloco en dos entradas del blog. 


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Monseñor Brunero Gherardini, ex profesor de eclesiología en la Universidad Pontificia de Letrán, escribió un libro que lleva por título el mismo que hemos transcrito más arriba (Concilio Vaticano II: Una explicación pendiente) y le mandó un ejemplar al Papa con la súplica de que aclarara de manera definitiva los interrogantes que el Vaticano II le viene planteando a la conciencia católica desde hace ya cincuenta años. 

[Se trataba entonces del papa Benedicto XVI, ahora nuevamente cardenal Ratzinger y mal llamado papa emérito]

Monseñor Gherardini [que ha seguido el iter (camino) conciliar desde 1962-1965 se ordenó de sacerdote en 1948, se licenció en teología en 1952 y se especializó en Tubinga en 1954-1955] escribe lo siguiente: «Confieso (…) que no he dejado nunca de plantearme el problema de si, en efecto, el pasado Concilio salvaguardó en todo y por todo la tradición de la Iglesia y de si, por ende, la hermenéutica de la continuidad constituye un mérito innegable suyo y se puede dar fe de ello» (op. cit., Casa Mariana Editrice, Frigento, 2009, pág. 87; título y texto original italianos). 

Afirma con toda razón que hasta ahora se ha pretendido, pero no demostrado, que se da continuidad entre el Vaticano II y la Tradición católica: «no se ha ido más allá de una declaración vehemente puramente teórica» de la susodicha continuidad (pág. 14); y deplora una «tautología colosal», un «error de método» que «responde con el Vaticano II, y sólo con él, a las cuestiones que se suscitan como consecuencia del Concilio» (pág. 21). Pide por eso que se demuestre por fin lo que se afirma, es decir, la “hermenéutica de la que se impone la «necesidad de una reflexión histórico-crítica sobre los textos conciliares que busque, si existen realmente, qué títulos tienen para insertarse en la continuidad de la Tradición católica. Considero ser éste uno de los deberes más urgentes del Magisterio eclesiástico»

Por otra parte, también Pablo VI habló en 1969 del “humo de Satanás” que había entrado en la Iglesia y de la “autodemolición” de la Iglesia de Dios, y dijo el 29 de junio de 1972: «se creía que después del Concilio amanecería un día soleado para la historia de la Iglesia; pero lo que amaneció fue, por el contrario, un día de nubes, de tempestades, de tinieblas». Juan Pablo II habló posteriormente, el 6 de febrero de 1981, del “estado de apostasía silenciosa” del catolicismo contemporáneo, y Ratzinger, cardenal a la sazón, habló primero de “autodestrucción, autocrítica, tedio y desánimo, de decadencia progresiva, de caminos erróneos que han conducido a consecuencias negativas” (en su Informe sobre la fe), y después, en el 2005 (en el Via Crucis de Semana Santa), poco antes de ser elegido Papa, denunció “suciedad en la Iglesia, que parece una barca que está a pique de hundirse y que hace agua por todas partes”.

EL CORAZÓN DEL PROBLEMA

En cuanto a la responsabilidad de tanta confusión, constatada por tres Papas, Gherardini es de la opinión de que, en general, se trató sobre todo de «ligereza (…), optimismo irreflexivo e infundado, (…) confianza ilimitada en el hombre (…). Por tanto, la "culpa" de los Padres conciliares, al menos en su inmensa mayoría, no fue la formal, de la plena advertencia y del consentimiento deliberado (…), sino la material de la inadvertencia, de la ligereza, de un optimismo superficial y exagerado (…). Tal vez, al menos en algunos casos (…), hubo asimismo negligencia y falta de vigilancia» (pág. 19), así como cierto “desenfreno” y “superficialidad” (pág. 33).

El autor llega después al corazón del problema, o sea, el Vaticano II ¿es «un Concilio rigurosamente dogmático», que vincula, por ende, a la Iglesia entera, o bien es un concilio “pastoral”, que «excluye por lo mismo toda intención definitoria»? (pág. 23). 

Si resulta que es sólo pastoral, el que «lo equipara al tridentino y al mismo Vaticano I, acreditándolo con una fuerza normativa y vinculante que no posee de suyo, comete un acto ilícito y, en último análisis, no respeta el Concilio», porque «cuando… un concilio se presenta a sí mismo (…) bajo la categoría de la “pastoralidad‟ al autocalificarse de pastoral (…), no puede pretender que se le califique de dogmático ni otros pueden conferirle tal nota»

Sin embargo, el autor que comentamos reconoce que una obra de «revisión y reevaluación de los textos del Concilio podría realizarla sólo un buen puñado de especialistas, (…) decenas y decenas de autores altamente especializados» (pág. 24). Se trata, en efecto, de «comprobar si el Vaticano II enlaza, y en qué medida lo hace, de hecho y no sólo por conducto de sus declaraciones [de fidelidad a la Tradición], con las doctrinas enseñadas por los Concilios o por los Pontífices en particular» (pág. 57).

Monseñor Gherardini asegura que él mismo aborda el problema sin la menor intención o pretensión de emitir «juicios apodícticos» y proponer «remedios perentorios (…). La única palabra que puede realmente determinar el valor preciso de cada cosa (…) es la del Papa, en especial si la consigna en uno de sus documentos más autoritativos»; y concluye Gherardini diciendo: «Así, pues, pido e imploro tal documento; lo hago con humildad, pero también con intensidad» (pág. 25).

VALOR Y LÍMITES DEL VATICANO II

El autor habla de la naturaleza y los fines del pasado Concilio para establecer su valor teológico o magisterial. El Vaticano II fue, por naturaleza, un auténtico “concilio ecuménico” (pág. 48) porque se compuso de todo el episcopado y lo presidieron dos Papas elegidos válidamente: Juan XXIII y Pablo VI. Por eso no se puede hablar de «carencia de magisterio» del Vaticano II, pues ello equivaldría a negar la legitimidad de los Papas que lo presidieron y comportaría un juicio aventurado sobre la «inautenticidad del pasado concilio y, por ende, sobre su falta de autoridad eclesial» (pág. 79). 

Por eso ésta -“Concilio Ecuménico”- es la definición genérica. Para llegar a la específica es menester sondear su finalidad «no definitoria, no dogmática, no dogmáticamente vinculante, sino pastoral» (pág. 47), que es lo que diferencia «al Vaticano II de otros concilios, en particular del tridentino y del Vaticano I» (loc. cit.). 

Pero ¿qué significa “pastoral” exactamente? Significa una actitud práctica que se sustenta en una base doctrinal, la cual, sin embargo, no lo vuelve “dogmático” o definitorio en sentido estricto.

El objetivo principal del Vaticano II fue “pastoral” o práctico, aunque para obrar y querer se necesite antes ser y conocer [agere sequitur esse: el obrar sigue al ser, y nihil volitum nisi praecognitum: nada se desea si no ha sido conocido previamente], de manera análoga a la ciencia práctica, que es un “conocer para obrar con rectitud”, y contrariamente a la ciencia especulativa, que es un “conocer para saber”.

El Vaticano II quería dar a conocer el Cristianismo al hombre contemporáneo echando mano de un procedimiento más familiar para éste, o sea, práctico, “pastoral”, es decir, que lo que deseaba era «traducir la doctrina en términos operativos» (pág. 64), por lo que no quiso ser especulativo o “dogmático” (cf. pág. 63). ¿Es eso ilícito? No. De hecho, «un concilio no habla a las nubes (…). Le interesan los hombres, estos hombres, la sociedad que forman, su vida diaria, su salvación eterna. (…). 

No obstante, tenía la obligación de evitar caer en el error de ceñirse a la investigación sociológica (…). Aun sin poner en tela de juicio la oportunidad de tal enfoque cognoscitivo y hablar pastoralmente de Cristo al hombre contemporáneo, habría debido parecer discutible y desaconsejable fiarse en criterios de valoración que (…) sabían a inmanentismo, idealismo, positivismo, existencialismo y hasta materialismo» (pág. 69). De hecho, «nadie puede sostener, según parece, que toda reformulación [del dogma] sea por sí misma un error. [Lo había dicho ya San Vicente de Lerins que agregó, no obstante, eodem sensu eademque sentencia: según un mismo sentido y una misma expresión»] (pág. 89). 

Con todo y eso, «parece que difícilmente se puede negar que el postConcilio siguió su camino sin temores ni inhibiciones de ningún tipo y que, si bien apelaba formalmente al Concilio, de hecho rompía los espigones con que el propio Concilio había intentado al menos mantener su curso dentro de un cauce determinado» (pág. 89). 

Así, pues, «no se dio» en el Vaticano II «carencia de perfil doctrinal, sino que lo que hubo fue carencia de intenciones definitorias y, en consecuencia, de nuevas formulaciones dogmáticas. (…). En la práctica, sin embargo, lo que predominó siempre fue la pastoral. (…) Sólo tocante a una conclusión no se yerra: se quiso un concilio pastoral y nada más que pastoral» (pp. 64-65).

(Continuará)