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jueves, 2 de octubre de 2014

Agujero sin tapar, inundación segura ( padre Alfonso Gálvez)

El artículo original puede leerse pinchando aquí

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Quien es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho; y quien es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo muchoEstas palabras son de Jesucristo, y están contenidas en el Evangelio de San Lucas, 16:10.

Los principios morales no pueden ser cambiados por el hombre ni en lo más mínimo. Cuando se empieza haciéndolo así --en lo pequeño--, se termina haciéndolo en lo esencial o en el conjunto de ellos. Y entonces llega la catástrofe.
La razón de que sea así es porque están fundados y fijados por Dios en la misma naturaleza humana (su Creador), la cual, a su vez, se fundamenta en la Ley Natural, que no es sino una derivación de la Ley Eterna (divina) puesta en el hombre.
Y el hombre no puede enmendar la plana a Dios, desplazándolo del primer plano para erigirse él mismo en su propio Creador y Legislador. Al menos así lo había creído la Humanidad desde su principio hasta ahora.
Hasta que llegó el Cardenal Kasper, con su grupo de secuaces (arriba, colaterales y servidores) y dispuso que las cosas no iban a ser así.
Ahora --Kasper dixit-- ya no existe la naturaleza humana ni, por lo tanto, la Ley Natural. La misma Cristiandad, a lo largo de más de veinte siglos, ha estado viviendo en Babia, que es lo mismo que decir absolutamente equivocada.
 Y la horrible oscuridad duró hasta finales del siglo XVIII, cuando aparecieron por fin los filósofos idealistas alemanes (Schelling, Hegel), en el día de hoy secundados por sus epígonos modernistas (que actualmente han sustituido al Espíritu Santo en el gobierno de la Iglesia), para decir a la Humanidad que tales conceptos son un invento puramente humano, hoy demostrado falso por la ciencia (freudismo, darwinismo, evolucionismo, etc.). Por fin ha sabido la humanidad que es el hombre quien se hace a sí mismo.
¿Qué clase de demostraciones existen que puedan asegurar como que son ciertas afirmaciones de tanta importancia, las cuales suponen un cambio en la concepción del hombre? En realidad ninguna que sea seria.
¿Entonces...? Lo que ustedes quieran, pero es que así lo dicen Schelling, Hegel y demás idealistas. Seguidos por toda la cohorte de discípulos que, pasando por toda la constelación de pensadores de la Ilustración, desembocaron en Engels, Marx, y ahora, por fin, en el Modernismo. Y punto. Y a ver quién se atreve a pasar por retrógrado y opositor al Progreso, a la Ciencia Moderna, y a los únicos Pensadores y Salvadores de la Humanidad que hasta ahora había tenido el mundo.
Claro que todo esto tiene sus antecedentes, aunque la brevedad nos exige limitarnos aquí a unos pocos ejemplos, los más próximos a nosotros en el tiempo.
Cuando se comienza cediendo un algo en los principios morales (porque así lo exigen las nuevas necesidades, por adaptarse al mundo y no parecer obsoletos, por la presión del ambiente..., y en realidad por cobardía), se desemboca en catástrofe. Se empieza jugando con fuego y se acaba incendiando el edificio.
El Papa Pablo VI, que cedió en tantas cosas (recuérdese lo sucedido con la reforma litúrgica de la Misa: se empezó facilitando una mayor participación del pueblo y se terminó en los shows circenses), consintió en considerar tema de estudio la licitud del uso de la píldora anticonceptiva. Cuando al cabo de unos cuantos años apareció la Encíclica Humanae Vitae, diciendo que era contraria a la Ley Natural, ya casi todos los matrimonios católicos --y los no matrimonios-- la estaban usando. Y ahora, que vaya alguien a ponerle puertas al campo. En la actualidad, la inmensa mayoría de los confesores católicos aconsejan o justifican su uso (olvidando sin duda que existe una Justicia Divina y una condenación eterna).
Dios dispuso que el fin principal del matrimonio era el de la procreación y la educación de los hijos. Y así fue creído en todo momento por toda la Humanidad, además de ser lo predicado y sostenido siempre por la Iglesia. El número de hijos era dejado a la libre determinación de la Providencia Divina (la que cuida de los lirios del campo, de los pajaritos del cielo, etc.), los matrimonios numerosos eran frecuentes y felices, los hijos se educaban en un ambiente cristiano en el que el sacrificio primaba como una virtud principal. Las dificultades y problemas, que siempre existían, eran sobrellevados por los esposos como una participación en la Cruz de Jesucristo, y todo al fin funcionaba.
Hasta que llegó Juan Pablo II y descubrió que aquello iba mal y que había que arreglarlo.
Dios fue desplazado como Providente y sustituido por el mismo hombre. Ahora serían los padres quienes decidirían el número de hijos que habrían de tener, según su criterio propio y responsable. El fin principal del matrimonio quedaba relegado a un segundo lugar o, por lo menos, a nivel de igualdad (en realidad, arrinconado y finalmente olvidado).
¿Con qué autoridad y bajo qué criterios se introducía un cambio tan radical? La respuesta es sencilla: el Papa Juan Pablo II dixit. El hombre llevaría a cabo el ejercicio de la paternidad de un modo responsable (hasta ahora se había creído que cualesquiera acciones realizadas por el hombre habían de ser hechas de un modo responsable).
La discutida (por decir lo menos) teología del cuerpode Juan Pablo II desembocó en la Planificación Familiar y en el uso de la unión conyugal solamente en los días no fértiles (había que guardar los preceptos de la Ley Divina).
Pero la naturaleza humana, pese a lo que digan Kasper and Cia., tiene sus leyes inmutables que jamás perdonan.
El fracaso ineludible de los métodos naturales dieron lugar a los métodos artificiales.
Y el lógico y consiguiente fracaso e insuficiencia de los métodos artificiales dieron lugar al aborto.
Una vez más, las leyes inflexibles de la Naturaleza (entre las que entra el comportamiento de la raza humana) dejaban por mentirosos a Kasper (con su cohorte de instigadores y seguidores).
Y para abreviar. Durante siglos, la Iglesia defendió rotundamente la inviolabilidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial. Pese a toda clase de presiones exteriores, jamás admitió el divorcio. Y así fue hasta el Concilio Vaticano II. En Roma existía un Tribunal de la Rota para los casos excepcionales y que, si por algo se distinguía, era por sus extraordinarias seriedad y rigidez.
Desgraciadamente llegó el aggiornamento y la apertura al mundo. No se podía continuar así pero tampoco se podía admitir el divorcio. Pero el hombre siempre ha encontrado el recurso de los trucos y la manera de sacar un conejito de la chistera. Fue cuando llegó la nulidad del vínculo. Que no era divorcio, sino disolución del matrimonio (que no es lo mismo, aunque a alguien pueda parecerle lo contrario). Al principio concedida con cuentagotas, de manera difícil y exigiendo fuertes pagos (por lo general se reservaba a gente importante). Luego se fue abriendo la mano y al fin, para resumir: en la actualidad cualquier matrimonio puede ir a la parroquia de la esquina (ya no hace falta ni recurrir al Obispado) para conseguir un certificado de nulidad. Y ya pueden contraer segundas y legítimas nupcias. O terceras. O las que quieran.
Nadie hubiera creído hace sesenta años que la Iglesia pudiera llegar a tal grado de cobardía y de bajeza.
Y siguiendo las leyes de la Lógica, que son también las de la Naturaleza Humana (tal como hemos dicho), ¿quién podrá extrañarse que ahora se quieran legitimar las uniones adúlteras, las de homosexuales y hasta lo que venga después...? E incluso atreverse a profanar la Sagrada Eucaristía, bajo el pretexto blasfemo de misericordia, y administrarles el Cuerpo del Señor. San Pablo puede decir lo que quiera, acerca de que quien come o bebe el Cuerpo y la Sangre del Señor se come y se traga su propia condenación (1 Cor 11). Pero, ¿quién va a parar ahora mientes en San Pablo?
Ahora a esperar la poligamia. Según tribus africanas, y otras menos africanas y más civilizadas, si es que se pueden tener varias mujeres en tiempo sucesivo, ¿por qué no se van a poder tener a la vez?
¿Y acaso duda alguien de que esto también llegará y será legitimado? Cuando alguien deja correr en su casa una vía de agua y no la arregla, ya puede esperar con seguridad una inundación. Y que vaya pensando en llamar a todo un equipo de fontaneros.
Padre Alfonso Gálvez