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lunes, 28 de mayo de 2018

EL INFIERNO (I) (Capitán Ryder)




Lo único bueno de los ataques de Francisco a la Fe es que se vuelve a hablar de temas, ciertamente importantes, que parecían enterrados para la mayoría de católicos.
Uno de ellos es el del infierno, el único examen que hay que aprobar en esta vida y del que muchos católicos dicen que no hay tal examen o, que de haberlo, ya está aprobado por todos.
Es una pena que tantos laicos, sacerdotes y obispos, incluido el de Roma, busquen respuestas donde no las hay, en las baratijas intelectuales tipo Paulo Coelho.

Porque ése es el problema, las respuestas las tenemos delante, sólo es necesario un poco de humildad, de la de verdad. Aceptar lo que Dios ha dispuesto aunque no lo entendamos. No queramos enmendarle la plana al Señor, ¡pobres criaturas como nosotros!.
Comenzamos una pequeña serie sobre el infierno de la mano de Monseñor Segur, siglo XIX. Un pequeño compendio, desde distintos ángulos, de lo que siempre ha creído y proclamado la Iglesia.
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Era el año 1837. Dos jóvenes subtenientes recién salidos del Colegio de Saint-Cir visitaban los monumentos y curiosidades de Paris. Habiendo entrado en la iglesia de la Asunción, cerca de las Tullerías, miraban los cuadros, las pinturas y otros detalles artísticos de aquella hermosa rotonda, sin que pensasen en orar. Cerca de un confesionario vio uno de ellos a un joven sacerdote con sobrepelliz, que oraba ante el Santísimo Sacramento.
  • Mira a ese cura, dice a su camarada, diríase que está esperando a alguno.
  • Tal vez a ti, responde el otro riendo.
  • ¡A mí! ¿y para qué?
  • ¿Quién sabe? Tal vez para confesarte.
  • ¿Para confesarme? Pues bien, ¿qué quieres apostar y voy a hacerlo?
  • ¡Tú! ¿ir a confesarte? ¡bah!
Y echóse a reír encogiéndose de hombros.
  • ¿Quieres apostar? Replica el joven oficial con ademán entre zumbón y decidido. Apostamos una buena comida con una botella de Champagne.
  • Va la comida y la botella. Te desafío a que no vas a meterte en la caja.
Apenas había concluido, cuando el otro, yendo a encontrar al joven sacerdote, hablóle una palabra al oído; y éste, levantándose, entra en el confesionario, mientras que el improvisado penitente echa sobre su camarada una mirada de triunfo y se arrodilla como para confesarse.
-¿Habrá descaro? Murmura el otro, y siéntase para ver lo que iba a pasar. Aguarda cinco, diez minutos, un cuarto de hora ¡Qué es lo que hace? Se pregunta con curiosidad algún tanto impaciente. ¿Qué es lo que puede decir tanto tiempo ha?
Por fin ábrase el confesionario, sale el sacerdote con animado y grave continente, y después de saludar al joven militar, entra en la sacristía. Habíase levantado también el oficial, colorado como un gallo, estirándose el bigote con aire aturdido, y haciendo a su amigo seña de que le siguiese para salir de la Iglesia.
  • Vamos, le dice aquél, ¿qué es lo que te ha pasado? ¿Sabes que has permanecido cerca de veinte minutos con el Cura? A fe mía he creído por un momento que te confesabas de veras. Has ganado la apuesta. ¿Quieres que sea esta tarde?
  • No respondía con malhumor el otro; hoy no, veremos otro día; tengo que hacer, he de dejarte.
Y estrechando la mano de su compañero, se alejó bruscamente con ademán meditabundo. ¿Qué había pasado entre el subteniente y el confesor? Helo aquí:
Apenas el confesor había abierto la ventanilla del confesionario, cuando por el ademán del joven comprendió que se trataba de una broma. Este había llevado su imprudencia hasta decir al acabar no sé qué frase: "¡La Religión! ¡la Confesión! ¡me burlo de ellas!".
El sacerdote era un hombre de corazón.
  • Mirad, querido caballero, le dice interrumpiéndole con dulzura; veo que lo que hacéis no anda muy conforme. Dejemos a un lado la confesión y, si os place, platiquemos un poco. Yo aprecio mucho a los militares y, por otra parte, me parecéis un joven bueno y amable. ¿Cuál es vuestro grado?.
El oficial empezaba a conocer que había hecho una tontería. Contento con hallar medio de salir del paso, contesta con finura:
  • No soy más que subteniente; acabo de salir de Saint-Cyr.
  • ¿Subteniente? ¿y continuaréis mucho tiempo de subteniente?
  • No lo sé; dos, tres, cuatro años tal vez.
  • ¿Y después?
  • ¿Después? Pasaré a teniente.
  • ¿Y después?
  • ¿Después? Seré capitán.
  • ¿Capitán? ¿A qué edad se puede ser capitán?
  • Si me favorece la suerte, dice sonriendo el joven, puedo ser capitán a los veintiocho o veintinueve años.
  • ¿Y después?
  • ¡Oh! Después esa carrera es difícil; se continúa siendo capitán por largo tiempo. Más tarde se asciende a comandante; después a teniente coronel; después a coronel.
  • ¡Y bien! Heos aquí coronel a los cuarenta o cuarenta y dos años. ¿Y después de esto?
  • ¿Después? Pasaré a brigadier, y después a general.
  • ¿Y después?
  • ¿Después? Ya no hay más que el bastón de mariscal; pero no son tan altas mis pretensiones.
  • Está bien, ¿pero no os casaréis?
  • Sin duda, cuando sea oficial superior.
  • Enhorabuena. Heos aquí casado, oficial superior, general, quizás mariscal de Francia. ¿Quién sabe? ... ¿Y después, caballero?, añadió con autoridad el sacerdote.
  • ¿Después? ¿después? Replicó el oficial algo turbado; a fe mía no sé lo que sucederá después.
  • Ved cuán singular es esto; dice entonces el sacerdote en tono más y más grave. Sabéis lo que sucederá hasta entonces y no sabéis lo que ocurrirá después. Pues bien, yo lo sé y voy a decíroslo: después, caballero, después moriréis: después de vuestra muerte compareceréis delante de Dios y seréis juzgado, y si continuáis haciendo lo que habéis hecho, seréis condenado, iréis al fuego eterno del infierno. ¡He aquí lo qué pasará después!
Y como el joven atolondrado, disgustado de este final, pareciese que quería levantarse:
  • Un instante caballero, añadió el cura: tengo que deciros aún una palabra: Sois hombre de honor, ¿no es verdad? Yo también lo soy: acabáis de faltarme gravemente; me debéis una reparación. Os la pido y exijo en nombre del honor: por otra parte es muy sencilla. Vais a adarme vuestra palabra de que durante ocho días, cada noche antes de acostaros, os arrodillaréis y diréis en alta voz: “Un día moriré, me río. Después de mi muerte seré juzgado, pero me río. Después de juzgado seré condenado, pero me río. Iré al fuego eterno del infierno, pero me río”. Nada más. Pero vais a darme vuestra palabra de honor de no faltar a eso, ¿no es así?
Más y más fastidiado, queriendo a toda costa salir de aquel mal paso, el subteniente lo había prometido todo, y el buen sacerdote lo había despedido con dulzura, añadiendo:
  • No necesito deciros, mi querido amigo, que os perdono de todo corazón. Si alguna vez puedo prestaros algún servicio, me encontraréis siempre aquí, en este mismo lugar; pero no olvidéis la palabra empeñada.
El joven oficial comió solo, y estaba manifiestamente inquieto. Por la noche, al momento de acostarse, vaciló un poco, mas había empeñado su palabra, y se decidió.
“Moriré, seré juzgado, iré quizás al infierno…”No tuvo valor para añadir: me río”.
Pasáronse así algunos días. Su penitencia le venía sin cesar a la memoria, y parecía que resonaba en sus oídos.
No había transcurrido la semana, cuando volvía, pero solo, a la iglesia de la Asunción, se confesaba de verás y salía del confesionario con el rostro bañado en lágrimas y la alegría en el corazón.
Se me ha asegurado después que ha sido un digno y fervoroso cristiano.
El pensamiento serio del infierno había obrado, con la gracia de Dios, la transformación. Pues bien, lo que ha hecho en el espíritu de ese joven oficial, ¿Por qué no había de hacerlo en el suyo, amigo lector? Es menester, pues, reflexionarlo bien de una vez.
Es menester reflexionarlo; es ésta una cuestión personal, si las hay, y profundamente temible; debes confesarlo: se presenta delante de cada uno de nosotros, y de buen o mal grado exige una solución positiva.
Vamos, pues, si te parece bien, a examinar juntos, breve, pero seriamente, dos cosas: Primera, si hay verdaderamente infierno; y segunda, qué es el infierno. Apelo aquí únicamente a tu buena fe y a tu lealtad.
Monseñor Segur
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Capitán Ryder
Nota: Es necesario redoblar las oraciones por la Iglesia y su Vicario. Es, ciertamente, incomprensible el juego de Francisco