BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



viernes, 11 de agosto de 2017

El Papa político (de George Neumayr)


Este libro está en inglés y no se encuentra traducido al español. Aquí se hace una reseña del mismo por el periodista Matt P. Gaspers, de One Peter Five. La traducción del artículo, aun cuando está realizada mediante el traductor de Google, sin embargo se entiende bastante bien. Desde luego, lo ideal sería una traducción personalizada, pero más vale algo que nada, porque el libro merece la pena. Quien sepa traducir inglés puede hacer clic aquí, donde se encuentra el original. Asimismo se puede comprar en Amazon.

 
 

BREVE HISTORIA DE LA GRAN APOSTASÍA (FÁTIMA)



A nuestros contemporáneos, devorados hasta el meollo por un subjetivismo tan ramplón como el que destilan a toda hora los órganos de propaganda, máximas como la de que contra hechos no valen argumentos los tienen sin el menor cuidado, felices de anteponer siempre las vaguedades factibles del «percipi» a las fácticas definiciones del «esse», los argumentos -y aun los rodeos, los circunloquios- a las evidencias de primer orden.

Éste fue sin dudas el mayor y más lato triunfo que se reportó la Revolución, mayor que la caída de los viejos regímenes políticos: el de la extensión orbital de una conciencia caótica que toma a la indeterminación como principio, capaz de mirar sin ver y oír sin entender, roto el vínculo natural entre los sentidos y la inteligencia. No se requiere clarividencia para advertir que esta disposición, hecha habitual, es la que explica la inestabilidad de las instituciones primarias, de los compromisos, de los propósitos mismos del hombre.

Tan lejos se llega en este extravío que incluso los profesionales cuya incumbencia sería la de escuchar la ajena exposición de hechos que se aspira a conocer, oponen con frecuencia de muletilla a la mera presentación objetiva de esos hechos reparos del tenor de «ésta es su interpretación, ¿no?». No se soporta el habla asertiva, no se admite la posibilidad de la nuda descripción de cosas ocurridas: todo debe adscribirse a una hermenéutica al fin de cuentas intransferible, ya que si no hay lugar para afirmaciones elementales y comunes, no la habrá sino para la opacidad insalvable de lo real.

Y lo más desasosegante es el olvido de que toda hermenéutica, así como remite a Hermes, así supone, por lo mismo, la alusión a un mensaje que irrumpe -que no a humo o gas. Más aún: exige la primacía del mensaje sobre sus glosas, por muy obligadas que éstas pudieran ser cuando aquél no fuera del todo unívoco u ofreciera dificultades para su comprensión. Cosa mucha más cierta cuando el mensaje recibe el apoyo de signos, como ocurrió en los inicios de la predicación evangélica.

Los milagros de Nuestro Señor y, luego, los de los Apóstoles, fueron a título de auxilios concedidos por la misericordia divina para que la enseñanza, de más que obligado primer orden, no se escurriera por oídos fácilmente proclives a la distracción, como lo son los oídos humanos. Y como una enseñanza tan prioritaria fue acompañada de señales tan inauditas como el devolver la vista a ciegonatos, la marcha a paralíticos y la vida a muertos, así en Fátima plugo a Dios infundir el más admirable de los heroísmos en tres niños que no pasaban los diez años y hacer bailar al sol en el firmamento, de modo que la importancia del mensaje a transmitir resultara rotundamente manifiesta.

A ello alude quien fuera el archivero oficial de Fátima, el padre Joaquín María Alonso, al referirse a la historia de la salvación, tal como resulta jalonada en los extraordinarios eventos transcritos en las Sagradas Escrituras:
 «Se trata de hechos históricos que conllevan una intención divina, porque están movidos por el mismo Dios que dirige la historia de la humanidad [...] Para nosotros, tales hechos, hasta en su realización misma histórica, son auténticos gesta Dei. Están cargados de intención teológica. Hay, sí, en ellos sin duda una doctrina clara; hay un logos, una palabra dicha que se dirige a la inteligencia, suprema facultad del hombre; pero esta palabra está corroborada por los hechos, y éstos superan su contextura puramente natural»
De ahí que, por la relevancia del mensaje y de sus hechos concomitantes, la conclusión no se haga esperar: «Fátima posee hechos que se presentan en un contexto religioso de historia de la salvación. Los pequeños videntes dan al mundo mensajes que no pertenecen a la vida terrenal, sino que orientan al hombre hacia su destino supremo en Dios». Los desgraciados hechos contemporáneos adquieren entonces «un sentido teológico profundo cuando, en Fátima, son presentados como efectos de los crímenes de los hombres; y cuando el Cielo propone la poderosa intercesión de Nuestra Señora como único remedio» (Fátima, escuela de oración, Editorial Sol de Fátima, Madrid, 1980). 
En Fátima se nos advierte acerca de la proyección eterna de nuestros actos y de la irrevocabilidad de la voluntad en el momento de la muerte; se nos recuerda el carácter a la vez dramático y épico de nuestra vida y de la historia, y se nos ofrece el auxilio más eficaz para alcanzar la victoria: nada que no constara en la conciencia habitual de los cristianos de todos los siglos, pero que estaba a punto de ser archivado en el arcón de los añosos objetos perdidos.

Cien años son casi como una edad geológica para medir los cambios operados en las conciencias, cumplido al fin el exponencial despliegue de la Revolución. En Fátima, en el tiempo de las Apariciones, todavía prevalecía un sentido realista de la existencia, y los escépticos y curiosos que se concitaron para saludar con burlas la última aparición, la del 13 de octubre (entre éstos no faltaban redactores de periódicos adscritos a la masonería), supieron rendirse a la evidencia del milagro cósmico.

Este último no fue ofrecido a la retina de nuestros estrictos contemporáneos, como tampoco a las de los contemporáneos de los tres pastorcitos residentes en latitudes ajenas a las de éstos, pero la noticia de setenta mil testigos simultáneos del milagro, con añadidura de testimonios gráficos, tendría que ser asaz convincente para una generación siempre pagada de cifras y llena de fiducial apego al juicio de la prensa. Vale para ella la terrible conclusión de aquella parábola: si no atienden a Moisés y los profetas, ni aunque resucitara un muerto creerían. (Lc 16, 31)

Luego, a la zaga de estas clamorosas apariciones de la Virgen, muy pronto reconocidas por la Iglesia, acudirían nuevos asombrosos hechos para compulsar, siendo el móvil de todos ellos la común resistencia a Dios: la Segunda Guerra Mundial, profetizada en Fátima como paga a la prevaricación universal, lo demuestra con creces.

Pero lo que más horroriza es la negligencia de los sucesivos pontífices en atender un pedido celestial tan notorio, ora prefiriendo sujetarse a la Ostpolitik que contentar a a la Madre de Dios con la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón, ora echando el texto del zarandeado Tercer Secreto «en uno de esos archivos que son como un profundo pozo negro, negro, al fondo del cual los papeles caen sin que se pueda ver más nada», según lo precisó en su momento el cardenal Ottaviani a propósito del escritorio de Juan XXIII, qué fue de aquel manuscrito de sor Lucía que debía de ser dado a conocer «a lo más en 1960, porque entonces se vería más claro».

Ya lo dijo la propia sor Lucía: desdeñar la voluntad expresa de la Virgen supone pecar contra el Espíritu Santo. Resulta cuanto menos una paradoja colosal que quienes se avengan a vestir este sayo sean precisamente los mismos papas que anunciaron el advenimiento de un «nuevo Pentecostés».

Los años siguieron transcurriendo y, al paso que los pontífices omitían revelar aquel mensaje que les fuera confiado al oído para que lo repitieran desde las azoteas, la Iglesia iba dejando caer en el olvido el contenido eminente de las Apariciones, aquello que la Virgen había venido a recordar previendo su inminente preterición: los novísimos del hombre y de la historia, la urgencia de la conversión y la penitencia, la reparación por los pecados propios y ajenos.

Esta coincidencia en la omisión de un mandato tan primario, al mismo tiempo que ilustra una como causalidad recíproca (el silencio de los papas en estricta coincidencia con el de la Iglesia toda, informándolo y fundiéndose con éste), permite atisbar el más que presumible contenido del secreto escamoteado, que no sería otro que el de la apostasía «empezando desde el vértice». ¿Qué otra cosa revela el naturalismo en crudo vigor entre bautizados, sino la desidia culpable de los pastores en comunicar la fe y sus contenidos?

Ya conocemos el tobogán de despropósitos que se fueron prorrumpiendo desde Roma en torno a esta auténtica piedra de tropiezo para el credo modernista, desde la implícita alusión a los videntes (¿y a la Virgen misma?) como a «profetas de desgracias» en el mismísimo discurso de apertura del último concilio, hasta la presentación tardía del presunto tercer secreto por Juan Pablo II en el año 2000, asfixiado el texto (si real o fraguado, queda sin saber) por una hermenéutica desopilante a todas luces.

El centenario no podía dejar de ser sazón para avanzar un poco más en la espiral del fraude, y Francisco hizo lo previsible para neutralizar el hecho: lo reinterpretó en su clave más dilecta. Así, la sociología tomó el lugar de la teología moral y el optimismo más estulto sustituyó el contenido profético. Fátima ya no trata de los pecadores como de los seres más urgidos de misericordia, sino más bien de los excluidos, de los jubilados, de los que no pueden pagarse los medicamentos. Y más, siempre más, hasta que Dios disponga el fin de tan insultante banalidad: «el mensaje de Fátima fue llevado a la humanidad por tres grandes comunicadores que tenían menos de 13 años. Lo cual es interesante. ¿Qué puede esperar el mundo? Paz. ¿Y de qué voy a hablar yo de aquí en adelante con quien sea? De la paz».

Resulta consolador, en todo caso, oír a un rabino que dice lo que toda la Jerarquía junta no osa hoy decir, y que a los bergoglismos de rigor opone verdades como estocadas.

  • «Es muy importante para la humanidad que la Iglesia se tome en serio los hechos de Fátima». 
  • «El fracaso de la consagración de Rusia simboliza una Iglesia impotente que no quiere hacer la guerra, que no quiere enseñar a una humanidad que ha desertado de Dios. Se trata de una Iglesia cobarde». 
  • «Creo que Fátima se ofrece como un escándalo para la Iglesia conciliar porque asume muy seriamente la fe y la moral».
  •  «Si se tomaran aquellos errores reseñados en los varios syllabi de Pío Nono y Pío Décimo, quizás la Iglesia contemporánea y sus jefes creerían en muchos de ellos».
  •  «La consagración de Rusia es parte del simbolismo del mensaje de Fátima, por lo que creo que la Iglesia conciliar, infestada como está de relativismo, subjetivismo y pluralismo religioso, querría sacarse a Fátima de encima y esconderla, o bien ignorarla y decir que su mensaje ya tuvo cumplimiento»
In expectatione

Mons. Schneider sobre carta de Vaticano a FSSPX: "Se infalibiliza implícitamente todo el Concilio, lo cual es contrario a toda la Tradición"


Duración 6:44 minutos

Les ofrecemos la pregunta que realizamos a Mons. Schneider en el transcurso de la conferencia que organizamos en Fátima el pasado 14 de julio, y en la que aporta su opinión sobre los últimos acontencimientos relacionados con las negociaciones Fraternidad Sacerdotal San Pío X y Roma, plasmados en una carta enviada por el cardenal Muller en tanto que aún prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

***

ADELANTE LA FE: Recientemente se ha hecho pública una carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe dirigida al superior de la Fraternidad San Pío X, en la cual parece que por parte de Roma se daba marcha atrás volviendo al punto en que se rompió con Benedicto XVI. El aparente éxito de las negociaciones actuales se fundamentaba en que las cuestiones problemáticas relacionadas con el Vaticano II eran consideradas aparentemente por Roma como susceptibles de discusión a ulteriori, mientras que ahora se les vuelve a exigir como condición a priori un asentimiento firme a todo el Vaticano II y a algunas partes del magisterio postconciliar que sigue originando algunas dudas. ¿Podría usted darnos alguna luz sobre esta situación y su opinión?

MONS. SCHNEIDER: A mí personalmente esta carta me dejó muy triste, porque yo fui uno de los visitadores de la Santa Sede envió hace dos años a la FSSPX. Eran cuatro obispos. Yo era uno de ellos. Presenté un informe y propuse alguna solución, y ahora casi todo lo que hicimos ha resultado totalmente inútil. Creo que es algo muy antipastoral. Que durante tres años la Santa Sede intentó promover visitaciones, no seguir una vía maximalista, sino una vía pastoral de integrar pastoralmente estas realidades de la Iglesia como la FSSPX para darles una oportunidad de participar plenamente en la estructura de la Iglesia.

Creo que es un gesto muy antipastoral, y contrario a toda la retórica de la misericordia que se hace, desgraciadamente. Y, por otro lado, se infalibiliza implícitamente todo el Concilio, lo cual es contrario a toda la Tradición… El Concilio no es infalible, según sus propias declaraciones, y los papas Juan XXIII y Pablo VI dijeron en muchas ocasiones que el CVII sólo tenía un fin pastoral. Pablo VI dijo muchas veces que el Concilio no proclamó nuevas doctrinas contrarias a lo anterior. Entonces, si no ha cambiado nada, ¿por que esa actitud? Yo no veo ninguna razón legítima para exigir eso.

Por ejemplo, ahora se habla mucho del ecumenismo, con mucha generosidad, y se exige lo mínimo en las conversaciones con los ortodoxos, con los luteranos… Se exige lo mínimo. Pero dentro de la Iglesia se empieza a exigir el máximo. Al contrario, la FSSPX cree en sus dogmas perpetuos. Todos los dogmas. Todos. Mientras que la Iglesia Ortodoxa niega el dogma de la infalibilidad, del primado Papa, por ejemplo, y la Santa Sede muy cauta, no exige mucho, sólo lo indispensable.

Por ejemplo, conozco bien a los ortodoxos porque vivo allí en medio de ellos, conozco la mentalidad de ellos. Con respecto a la conversión de Rusia, no sólo para mí, hay otros que también lo han visto. Un clandestino santo que falleció en la persecución en Kazajistán es de la misma opinión. Dijo que la conversión de Rusia significa en el fondo que la Iglesia Ortodoxa rusa se una al Papa, a Roma. Eso es su conversión. Yo lo creo, y espero que así sea. Si la Iglesia Ortodoxa rusa acepta el primado del Papa, será un milagro, si acepta el dogma de la infalibilidad del Papa, el dogma de la Inmaculada Concepción (que hoy en día no acepta) y dice a la Santa Sede: vamos a aceptar todos vuestros dogmas pero el Concilio Vaticano II es extraño para nosotros: eso de que sea pastoral, ese lenguaje no siempre claro, todo eso de la libertad religiosa, el ecumenismo, etc. no nos convence mucho, y algunas afirmaciones del Magisterio las encontramos no ciertas. Todo el resto lo aceptamos.

Imagínense, si la Iglesia Ortodoxa se convirtiera vería que enseguida la Santa Sede les daba enseguida la comunión eclesiástica, sin exigirles aquello en lo que ellos todavía no concuerdan. Esto es seguro. Seguramente se les podría preguntar: «¿Ustedes harían con los ortodoxos lo mismo que están haciendo con la FSSSPX?» No. Por eso lo creo muy dudoso, pero la Divina Providencia siempre actúa, y aunque creo que aún no ha llegado el momento, va a llegar cuando Dios quiera.

Monseñor Schneider

Quien rechaza la enseñanza de la Iglesia, está rechazando a Cristo (Bruno Moreno)



Quaestio Quodlibetalis XXXIII. Un lector me pidió hace tiempo que comentara una de esas recopilaciones de consejos del Papa que últimamente surgen como setas. En particular, estaba interesado en una de las frases de “Siete lecciones del Papa Francisco para comunicar la fe”, un artículo de Juan Manuel Mora, Vicerrector de Comunicación de la Universidad de Navarra, aparecido en la página Iglesia en directo.


No tenemos tiempo ni espacio para comentar todas las “lecciones” que ofrece Juan Manuel Mora como inspiradas en el pensamiento del Papa en su artículo (que, para mi gusto, resulta además excesivamente pasteloso y adulador). Por lo tanto, nos centraremos en la frase que le causaba al lector cierta incomodidad:
“VOLVER A LO ESENCIAL DEL MENSAJE. Los católicos no siguen una doctrina, ni una moral, sino a Jesucristo, que les redime, les libera y les hace felices".
Lo cierto es que no me extrañó la incomodidad del lector con la frase, porque a mí me produjo la misma sensación.

Lo primero que hay que decir, a mi juicio, es que este tipo de “lecciones” breves (que no son propiamente del Papa, sino interpretaciones de Juan Manuel Mora de lo que dice el Papa) siempre hay que tomarlas con cierta prevención, porque de algún modo intentan reducir temas muy amplios y complejos a breves eslóganes de una sola frase, que resultan mucho más llamativos. El formato, sin embargo, tiene el defecto crucial de carecer completamente de contexto. ¿A qué se refiere cada frase? ¿Es lo único que piensa el autor sobre el tema? ¿Con qué finalidad está escrita? ¿En qué tradición o sistema de pensamiento se inscribe? ¿Hay que tener en cuenta otras cosas para entenderla?

Esto es muy del gusto del hombre moderno, que tiene alergia al pensamiento profundo y parece necesitar que le den la información a bocaditos que puedan tragarse sin necesidad de masticarlos mucho. Además, al carecer de contexto, estas frasecitas cortas permiten que el interesado añada el contexto que más le guste y las manipule a su antojo, de modo que se evite lo que más teme el hombre postcristiano: tener que convertirse y salir de algún modo de la cómoda vida que se ha fabricado a su propia medida.

Este defecto está claramente presente en la frase que produjo incomodidad al lector. Al estar completamente aislada, da la impresión de que contrapone la doctrina y la moral al seguimiento de Cristo, como si seguir a Cristo redimiera, liberase e hiciese feliz al hombre y la doctrina y la moral lograsen lo contrario o, en el mejor de los casos, fuesen algo meramente accesorio. 

Es de esperar que el autor del artículo no piense así (y mucho menos, por supuesto, el Papa), pero es la impresión que produce la frase en la recopilación, especialmente si tenemos en cuenta que quizá la mayor tentación del mundo actual es precisamente esa: separar a Cristo de la fe y la moral de la Iglesia, para liberarse de las segundas y pretender quedarse solamente con el primero.

Frente a eso, no podemos dejar de recordar que es un gran error oponer doctrina de la Iglesia y seguimiento de Jesucristo, como si fueran cosas separadas o, peor aún, enfrentadas o contradictorias. A lo sumo, son racionalmente distinguibles, pero no separables. No es casualidad que, entre los católicos, siempre se haya llamado fe a ambas cosas: la fe es creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero también es el conjunto de la enseñanza de la Iglesia que transmite la Revelación de Dios en su Hijo amado.


No se puede creer como católico sin creer la fe de la Iglesia. No es posible creer en Jesucristo sin creer lo que Cristo enseñó y que está plasmado en la Escritura y se transmite en la Tradición de la Iglesia. Si esas cosas se separan, se destruye la fe. Si Cristo Jesús, Hijo de Dios encarnado, no es el centro de nuestra vida cristiana, en lugar de fe lo que tenemos es una ideología meramente humana, más o menos acertada pero que no puede salvar. Si pretendemos creer en Cristo sin aceptar la fe de la Iglesia, no estaremos siguiendo al verdadero Cristo, sino a una figura irreal que hemos creado a nuestra imagen y semejanza.

Veamos una comparación muy sencilla. Es evidente que, cuando uno se casa, se casa con una persona. Yo estoy casado con mi esposa y no con verdades sobre ella. Sin embargo, sería absurdo contraponer mi amor por ella o mi entrega a ella como esposo con lo que yo conozco sobre ella.

No estoy casado con su nombre sino con ella, pero si no conociera su nombre, ¿qué tipo de esposo sería yo? De hecho, incluso desde el punto de vista legal, si en el matrimonio se hubiera usado un nombre falso, ese matrimonio sería nulo. Si yo no fuera capaz de distinguirla de su hermana o de la vecina de enfrente, si pensara que es morena en vez de rubia, si no conociera nada de su historia, si no supiera decir si tenemos hijos o no, si dijera que estoy “casado” con ella pero también con otras tres o cuatro más, si odiara todo lo que ella ama y amara todo lo que ella odia o, por llevarlo al extremo, si pensara que es una cebra o un puente en vez de un ser humano, ¿quién se creería que nuestro matrimonio es verdadero? ¿Acaso no me consideraría cualquiera un impostor que solo finge ser su esposo? Los mismos jueces utilizan esos criterios para determinar si se trata de un “matrimonio blanco”, es decir, un matrimonio falso contraido únicamente para obtener ventajas jurídicas.

No se puede separar mi amor por mi esposa de mi conocimiento real de ella. Ese conocimiento me permite amarla y entregarme a ella y, a la vez, el amor por ella hace que quiera y pueda conocerla de forma más profunda. El amor está basado en la verdad y sin la verdad es imposible el amor. Contraponer ambas cosas es no saber ni una palabra ni del amor ni de la verdad.

De modo similar, no tiene sentido contraponer nuestra fe en Cristo con nuestra fe sobre Cristo y sus enseñanzas. Son inseparables. Esa fe en Cristo no puede existir en el vacío, al margen de nuestro conocimiento sobre Él, sus obras y su doctrina. En particular, la fe en Cristo no puede subsistir en presencia del rechazo de la verdad sobre Cristo y sus enseñanzas. Lo mismo se puede decir de la moral de la Iglesia, que es la moral de Cristo. Si odio lo que Cristo ama y amo lo que Cristo aborrece, ¿en qué sentido se puede decir que creo en Él? Quien rechaza la enseñanza de la Iglesia, está rechazando a Cristo.

Como decía el lector, 
“por los evangelios sabemos que en su vida pública Jesús se dedicó a enseñar con palabras y obras, a hablar de Él, de su Padre y del Espíritu Santo, a predicar a los apóstoles, a sus discípulos y a millares de personas. Lo llamamos Maestro. Todo lo que sale de Jesús y del Padre y del Espíritu es santísimo. Pues la doctrina cristiana es también santísima, y es la única que nos puede dar la luz para seguir a Jesús y guardar su Palabra. La doctrina la sigue impartiendo la Iglesia que fundó para que anunciemos el Evangelio, celebremos la liturgia y hagamos uso de los sacramentos con los que nos redimió del pecado por su pasión, muerte y resurrección. También seguimos una moral porque Jesús no se cansa de decir que si lo amamos, guardaremos sus mandamientos. Moral santísima que nos permite buscar ser santos, con la gracia de Dios, como el Señor es santo”.
Contraponer a Cristo con la fe y la moral de la Iglesia nos condena a una fe que es pura subjetividad, es decir, a una fe que, en realidad, solo es fe en uno mismo, porque no es capaz de dar el salto más allá de los propios prejuicios, razonamientos limitados y errores. Por eso respondemos a la profesión de fe con estas palabras: Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús

Así lo dijo el beato John Henry Newman con gran fuerza: “Desde que tenía quince años, el dogma ha sido el principio fundamental de mi religión: no conozco otra religión; no puedo concebir la idea de otro tipo de religión; la religión como sentimiento, para mí, es una burla y una parodia“. Repitámoslo: si rechazas la fe y la moral de la Iglesia no conoces a Cristo.

Esto es especialmente cierto porque Cristo es la Verdad. En ese sentido, el intento de separar la fe en Él de las verdades que transmite la Tradición de la Iglesia está condenado al fracaso. Negando las verdades que enseña la Iglesia, negamos también a ese Cristo en el que decimos creer. Como dijo el mismo Señor: Quien es de la verdad, escucha mi voz. Los mártires han sabido comprender esto perfectamente y muchos han muerto por no estar dispuestos a negar la más pequeña verdad de fe, porque eran conscientes de que renunciar a ella era lo mismo que renunciar a Cristo

A Santo Tomás Moro y a San Juan Fisher nadie les quería obligar a renunciar a Cristo directamente, pero sí a las verdades de fe sobre el matrimonio y la Iglesia, y prefirieron morir antes que hacerlo. Lo mismo podemos decir de los otros 250 mártires católicos de la reforma en Inglaterra, de San Hermenegildo, San Josafat, San Juan de Colonia, San Pedro de Verona y muchos otros. Como San Pablo Apóstol, todo lo estimaron pérdida en comparación con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo.

Cuando alguien nos dice que cree en Jesucristo pero rechaza la fe o la moral de la Iglesia, nuestra respuesta solo puede ser: “¡Ja! Ni siquiera sabes cómo se llama tu mujer y vienes a darme lecciones sobre el matrimonio”.

La fe católica es nuestra herencia. La hemos recibido de los apóstoles y de nuestros padres. Si renunciamos a ella, aunque sea la más pequeña de sus verdades, o permitimos que se deforme de cualquier modo seremos los más desgraciados de todos los hombres, porque habremos perdido lo más valioso que teníamos y, al renunciar a ella, habremos renunciado al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, a quienes corresponde todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos.

Bruno Moreno