BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



sábado, 22 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (10 de 10)

Como colofón a este breve estudio anoto, en primer lugar, algunos párrafos de lo que dice Santo Tomás de Aquino en su obra Suma contra Gentiles libro 4, capitulo 27, que hablan sobre la Encarnación. Dice así:
-----
El misterio de la encarnación es, entre todas las obras divinas, el que más excede la capacidad de nuestra razón, pues no puede imaginarse hecho más admirable que éste de que el Hijo de Dios, verdadero Dios, se hiciese hombre verdadero. Y, siendo lo más admirable, se seguirá que todos los demás milagros estarán relacionados con la verdad de este hecho admirabilísimo (...).

Y confesamos esta admirable encarnación de Dios por enseñárnosla la autoridad divina. Porque dice San Juan: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y el apóstol Pablo, hablando del Hijo de Dios, dice: Quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres (...)

También muestran suficientemente esto las palabras del mismo Señor Jesucristo, que a veces habla de sí humilde y llanamente; por ejemplo: El Padre es mayor que yo; y triste está mi alma hasta la muerte, y son cosas éstas que le convienen según la humanidad asumida; por el contrario, otras veces dice de sí cosas sublimes y divinas: Yo y el Padre somos una sola cosa y todo cuanto tiene el Padre es mío, que le competen ciertamente según la naturaleza divina.



Demuestran también esto los hechos que leemos del mismo Señor. Pues que temió, se entristeció, tuvo hambre, murió, pertenece a la naturaleza humana; pero que curó enfermos por su propio poder, resucitó muertos, ejerció un dominio eficaz sobre los elementos del mundo, expulsó a los demonios, perdonó los pecados, resucitó de entre los muertos cuando quiso y, finalmente, que subió a los cielos, demuestran en Él un poder divino.
-----
En segundo lugar; y como respuesta a la pregunta de si se hubiera encarnado Dios de no haber pecado el hombre, en la parte III de su Suma Teológica, artículo 1, cuestión 3 contesta Santo Tomás:
-----
Unos dicen que el Hijo de Dios se hubiera encarnado aunque el hombre no hubiera pecado. Otros sostienen lo contrario. Y parece más convincente la opinión de estos últimos. Porque las cosas que dependen únicamente de la voluntad divina, fuera de todo derecho por parte de la criatura, sólo podemos conocerlas por medio de la Sagrada Escritura, que es la que nos descubre la voluntad de Dios. Y como todos los pasajes de la Sagrada Escritura señalan como razón de la encarnación el pecado del primer hombre, resulta más acertado decir que la encarnación ha sido ordenada por Dios para remedio del pecado, de manera que la encarnación no hubiera tenido lugar de no haber existido el pecado
-----
Santo Tomás es, pues, de la opinión de que la Encarnación del Hijo de Dios no habría tenido lugar de no haber pecado el primer hombre. De ahí que en la bendición del cirio pascual, en la noche del sábado santo, se proclame: ¡Oh feliz culpa que mereció tener tan gran Redentor!. Santo Tomás se apoya en los textos bíblicos como Lc 19, 10: El Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido. O bien 1 Tim 1, 15: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. Y en otros análogos. Y continúa:
-----
Si el hombre no hubiera pecado, el Hijo del hombre no habría venido (...) El motivo de la venido de Cristo el Señor no fue otro que salvar a los pecadores. Suprímanse las enfermedades, quítense las heridas, y no habrá motivo alguno para que exista la medicina.
-----
Al expresarse así Santo Tomás está señalando una opinión, muy bien argumentada, pero sólo una opinión. Esto viene avalado porque él mismo, una vez expuestas  las razones anteriores, acaba diciendo: 
-----
Sin embargo, no por esto queda limitado el poder de Dios, ya que hubiera podido encarnarse aunque no hubiera existido el pecado.
-----

Yo soy de la opinión de que el Hijo de Dios se habría encarnado, de igual modo, aun cuando el hombre no hubiese pecado. Por supuesto que estoy de acuerdo con lo que dice santo Tomás acerca del Poder de Dios, el cual estaría limitado si decimos que la encarnación es imposible. Pero, además de su Poder, pienso -sobre todo- en su Amor.

Ciertamente, no podríamos saber nada del Amor de Dios de no haberse encarnado el Verbo, pero ahora que ya lo sabemos, aunque sea a posteriori, podemos hacer uso de este conocimiento para argumentar de otro modo que considero que es igualmente válido.

Desde luego, partimos del hecho de que Adán pecó. Y por eso la naturaleza humana está herida por el pecado de origen. No podemos saber lo que habría ocurrido de no haberse producido ese pecado. Todo lo que digamos, en este sentido, no serán sino futuribles: podemos pensar en una situación de felicidad, sin dolores ni sufrimientos, que se transmitiría de padres a hijos y en donde el hombre iría al cielo directamente, cuando así lo dispusiera Dios, sin pasar por el trance de la muerte, etc... pero todas estas cosas no dejan de ser meras elucubraciones que -la verdad sea dicha- no nos sirven de mucho, si es que sirven de algo.

La pregunta que nos hacemos, en este estudio, va por otros derroteros aunque, por idéntica razón, no podemos sacar conclusiones definitivas, ni siquiera conclusiones útiles, pues lo que pasó, pasó. No obstante, nunca nos vendrá mal ejercitar un poco nuestra imaginación que es también una facultad recibida de Dios. Y manteniéndonos fieles a lo que ahora ya conocemos como verdad, pienso que podemos permitirnos hacer algunos pinitos.

Procuraré ser breve. Mi razonamiento es el siguiente:

Dios es Amor (lo es, en sí mismo: Santísima Trinidad)
Dios es soberanamente Libre (no estaba obligado a crear)
Dios decidió crearnos y hacernos partícipes de su dicha.
Dios nos puso a prueba y condicionó nuestra dicha a la superación de esa prueba. El hombre no superó la prueba. Y ya conocemos lo que hay.

¿Qué hubiese ocurrido si el hombre hubiese superado la prueba a la que fue sometido? Si habiendo fallado el hombre, como lo hizo, Dios lo llamó a ser su amigo y, para ello, se hizo hombre ... entonces, ¿por qué no iba a hacerlo también si el hombre hubiese actuado bien? ¿Acaso el Amor de Dios hacia el hombre sólo se daría si el hombre pecaba?

Yo lo pongo en duda. Pienso que el Amor de Dios hacia el hombre se habría manifestado, de manera análoga (aunque desconozco el cómo). Pienso que Dios se habría encarnado, igualmente porque, de no ser así su amor hacia nosotros (no habiendo pecado) hubiese sido menor que el que ahora nos tiene (habiendo pecado). ¿Por qué nos iba Dios a amar menos si el primer hombre no hubiese pecado?

El hombre no puede amar a un Espíritu, y Dios es Espíritu. Para que el hombre pudiese corresponder al amor de Dios, hubiera sido necesario que Dios se encarnase. De ese modo, entre Él y cada uno de nosotros se daría esa relación de amistad, de cariño, de enamoramiento, etc... que sólo son posibles si se da una cierta igualdad entre los que se aman: Vosotros sois mis amigos; y, por supuesto, la reciprocidad: Yo amo a Dios y soy amado por Él.

Ésta es nuestra situación actual gracias a la venida de Jesucristo, posterior al pecado del hombre: una situación maravillosa, sin lugar a dudas. ¿Por qué iba a ser menos maravillosa si no hubiese habido pecado? Yo me atrevo a pensar que, igualmente, Dios se habría hecho uno de nosotros, pues solamente así podríamos ser capaces de responder a su amor, tal y como ahora podemos hacer. 

Evidentemente todo esto no son sino meras especulaciones. Lo cierto y verdad es que nuestra naturaleza está herida a causa del pecado original; que Dios se hizo hombre en la Persona de su Hijo para salvarnos y porque quería mantener con nosotros una relación íntima de amor, como la que se da entre los enamorados, pero en un grado infinitamente mayor. Sólo nos queda el vivir agradecidos por haber conocido un "poquito" el amor que el Señor nos tiene. Y el pedirle, con insistencia, para que este conocimiento y este amor que le tenemos vaya "in crescendo" día a día, minuto a minuto, hasta encontrarnos con Él de un modo definitivo.

Defenestración (por Fray Gerundio)


La Iglesia actual está llegando a una situación tan grave que incluso la gente de a pie se está moviendo en el sentido de lanzar por la red una petición al colegio de Cardenales  para que el papa Francisco sea destituido o "defenestrado" de su cargo por considerarlo un hereje. A continuación transcribo un artículo de fray Gerundio, que explica -con bastante claridad- lo que está ocurriendo:
-------

Mal deben andar las cosas, y bastante se deben estar abriendo los ojos, para que algunos ya se atrevan a solicitar al Colegio Cardenalicio que se piense bien si Francisco debe seguir en su puesto, o por el contrario sería mucho mejor que pasara al dichoso, feliz y bienaventurado escaño de los Eméritos, de manera que alguien pudiera reconducir la divina doctrina revelada por los cauces que previó el Señor.

Los que siempre han visto con naturalidad que en otras épocas hubiera Papas desastrosos para el gobierno de la Iglesia, papas débiles, papas políticos, papas inmorales e incluso --¿por qué no decirlo?--, papas sinvergüenzas; los que aceptan con toda serenidad los datos de la Historia de la Iglesia en torno a papas inútiles, bajo cuyo pontificado la Iglesia quedó debilitada y seriamente dañada… no se atreven a admitir que hoy en día pudiéramos estar viviendo una de esas etapas calamitosas y catastróficas de la historia eclesial y que por eso mismo esté necesitada de una seria reforma. No se atreven a admitir –al menos con la boca grande y hacia afuera--, que este Pontífice nos está dejando por los suelos la Institución y la Doctrina.

Creo que para los sedevacantistas, esto no constituye problema. Están esperando que les caiga del cielo un Papa auténtico. Y cada día se les hace más difícil, porque encontrar ahora un Cardenal que hubiera sido ordenado sacerdote y obispo antes del Concilio, es bastante improbable. Como según ellos estamos ya muchos años en Sede Vacante, parece difícil poder remontar la situación. Por eso, aunque me merecen profundo respeto, los sedevacantistas están enquistados en la necesidad de fundar para ellos otra nueva Iglesia que mantenga esas coordenadas.

Más acertados me parecen los seguidores de Monseñor Lefebvre, que no son sedevacantistas y reconocen que Roma perdió el norte hace muchos años. Al fin y al cabo estaba predicho en multitud de profecías, que era posible que Roma perdiera la Fe o que la apostasía se instalara en sus muros. Pero también desde esta perspectiva las cosas tienen difícil solución. Solamente les queda esperar a ser reconocidos con pleno derecho en esta Iglesia actual, y de ahí proceder a una reforma absoluta de arriba abajo. Pero claro está que dialogar ahora mismo, tal como está el panorama, no deja de ser un riesgo. De ahí que entre los propios obispos y miembros de la Hermandad de San Pío X haya cismas internos, reacciones y contra-reacciones, abandonos, quejas y luchas que no producen otra cosa que permitir que el Enemigo se frote las manos y el desconcierto siga siendo monumental. Por eso mismo me siento favorable a que sigan como están por el momento, haciendo el bien y proclamando la doctrina de siempre… y Dios proveerá.


Comprendo que es tal la confusión, --de manera semejante, aunque mucho mayor a la de otras épocas de la Iglesia--, que hay opiniones para todos los gustos. Y no puedo desdeñar ninguna de ellas, porque la gravedad de la situación así lo exige. Suelo ser muy respetuoso con todos ellos, unos y otros, aunque a veces ellos no muestran excesivo respeto por los que pensamos de otro modo; o por los que sencillamente, no han tenido más remedio que estar dentro de esta Iglesia que tanto nos hace sufrir, viendo lo que vemos, pero aguardando que Dios Nuestro Señor ponga fin a esta situación, bien con su Venida Gloriosa, bien con su Amor por la Iglesia de la cual es Cabeza y a la que por lo tanto, algún interés tendrá en reconducir. Aquí podríamos recordar aquél versículo de Isaías citado también por Jesús: La caña cascada no la quebrará y el pabilo vacilante no lo apagará, porque no puede Dios dejar que la Iglesia muera, aunque sí está permitiendo que resulte gravemente herida. Me parece que si no adoptamos esta postura, nos vemos obligados y necesariamente abocados a pensar que podemos construir cada uno de nosotros una Iglesia separada de Roma.


Comprendo que este punto de vista desagradará a muchos (de hecho tengo en mi convento opiniones de todo tipo), pero me parece que es la única salida. También en esto el grano de trigo tiene que morir para dar fruto. Las preocupaciones de tantos cristianos, las oraciones de tantos fieles desarmados por los hechos actuales, el sufrimiento de tantos sacerdotes, la sangre de tantos mártires, serán las encargadas de conseguir de Dios que esta situación se enderece, cuando lo crea conveniente Su Voluntad.

Pero volviendo al actual Pontificado, si hubiera que poner un ejemplo gráfico y bien visible del desastre, los españoles lo entenderían muy bien si dijera que este Papa en el Vaticano, es como Zapatero en la Moncloa. Y supongo que cualquier hermano hispanoamericano puede poner en sus labios un ejemplo análogo. Todos nos entendemos.

Pero ya hay muchos que hablan de la defenestración como una solución posible. Nada habría de extraño. Nos han bombardeado tanto en este último año y medio con actitudes inesperadas y cambios repentinos, que nos vamos haciendo a la idea de que pueden pasar cosas impensables hasta la fecha, sin que se produza ningún trauma. Los que nos quedamos de piedra cuando Benedicto XVI -menuda decisión que sólo Dios conocerá- anunció su renuncia, veríamos ahora con bastante gusto la renuncia de Francisco. Él mismo lo dijo hace poco en su habitual estilo: tenemos un Papa Emérito, y nada pasaría si tuviéramos dos, igual que tenemos muchos obispos eméritos y nadie se extraña de ello.

Claro que lo que se propone ahora no es solamente el hecho de la renuncia, sino una renuncia precedida de defenestración. O sea, una expulsión en toda regla, por las consecuencias inevitables de la traición a la misión recibida. Lo explican muy bien los que proponen tal cosa. Usted está incapacitado para gobernar, usted está despedido.

Pero los cardenales nunca harán esto. No olvidemos que ellos mismos son lo que eligieron abrumadoramente al cardenal Bergoglio. Y no se van a dar ahora un baño de humildad diciendo que se equivocaron. Pocos serían los que reconocieran todos estos hechos. En realidad, ellos han sido los grandes culpables de esta situación y de ello tendrán que dar cuenta a Dios. Por tanto, no creo en esa defenestración organizada y mayoritariamente aprobada. A pesar de que estoy seguro de que alguno habrá que pronto tendrá que hablar todavía más claro.

Sin embargo, reconozco que tal pensamiento me agrada. Ya no es posible ver con los mismos ojos a quien está destrozando la Viña con sus manipulaciones, su soberbia, su displicencia hacia la fe, su totalitarismo disfrazado, su impiedad y su populismo de pacotilla. La alegría de los Enemigos de la Fe ante esta situación es prueba de ello. Y una buena defenestración en el momento adecuado, probablemente no estaría mal. Aunque con ella habría que reducirlo al silencio más profundo, porque un incontinente verbal emérito es un más peligroso que el ébola. Habría que enviarlo al páramo, a hacer penitencia y estar a pan y agua hasta el fin de sus días, con la boca cosida y sin posibilidad de manipulaciones mafiosas de esas que tanto denuncia.

El tema está en manos de los Cardenales. Pero no esperen ustedes gran cosa. Mientras tanto, las malas noticias se agolpan y seguirán acumulándose. Pero para Dios nada hay imposible. Tendrá que suscitar reacciones. De momento ya hay mucha gente bastante descontenta y malhumorada. Hay mar de fondo. Dios puede actuar.

Pero cada día tengo una cosa más segura. Quien decidió que Francisco viviera en Santa Marta, no fue él mismo sino el Señor. No es posible que Dios permita habitar en los Palacios Vaticanos, a este hombre que vino del fin del mundo a demolerlo todo. Dios no ha querido permitirlo. Y por eso lo ha dejado en el vestíbulo. Al menos las estancias donde vivió San Pío X o Pío XII no se han visto rebajadas y degradadas en su dignidad.

Y es que Dios actúa poco a poco. Sin prisas. Pero actúa


Fray Gerundio

jueves, 20 de noviembre de 2014

LA ESTRELLA DE LA MAÑANA (P. Alfonso Gálvez)

Al que venza y al que guarde hasta el fin mis obras le daré potestad sobre las naciones... y le daré la estrella de la mañana


(De la Carta a la Iglesia de Tiatira, Apocalipsis, 2:26)

La más importante de estas promesas que se hacen a los elegidos, contenidas en la Carta al Ángel de la Iglesia de Tiatira en el Apocalipsis, es sin duda alguna, la última. Puesto que la primera está contenida en realidad en la segunda.

Su significado no resulta difícil de averiguar, si nos atenemos a otro texto del Apocalipsis: Yo, Jesús, he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas que se refieren a las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella radiante de la mañana (Ap 22:16: stella splendida matutina).




Y si bien se considera, la promesa viene a coincidir, bajo diferentes expresiones, con las que se hacen a las Iglesias de Éfeso y de Pérgamo: el árbol de la vida o la piedrecita blanca con un nombre nuevo. Las de las otras restantes Iglesias no son más que explicitaciones o consecuencias de lo mismo.

Dios es Supremo Remunerador. Y entrega como recompensa a los que le aman a Sí mismo, de manera que tampoco podría entregar más. El resultado no es otro sino que el premio a recibir por el vencedor es, nada más y nada menos que Jesucristo mismo, en plena propiedad y posesión.

La promesa en concreto es de una extraordinaria importancia, puesto que es uno de los pocos lugares de la Revelación en los que se propone directamente a Jesucristo mismo como recompensa a los elegidos.

Los conceptos más comúnmente manejados, como los de Reino de los Cielos, la Vida Eterna, la Salvación o la Posesión de Dios, son incompletos en el sentido de que no expresan de forma explícita el contenido preciso de aquello a lo que se refiere esa corona de gloria prometida a los que se salvan. Los conceptos de Reino de Dios o el de Reino de los Cielos tampoco explican de manera precisa en lo que consiste o lo que se contiene en ese Reino.

En cuanto al de Vida Eterna, el entendimiento humano tiende inconscientemente a poner el énfasis más en lo de eterno (con referencia a lo que nunca se acaba) que en lo de vida. Pero el concepto de eterno como duración indefinida, además de ser insuficiente para las aspiraciones del corazón humano, anda lejos de expresar la realidad. Pues la eternidad no es precisamente duración (indefinida o no), sino ausencia de duración. Y en cuanto al concepto de vida, apenas si es entendido por el hombre según las referencias que de él hace la Revelación. Para la cual la Vida es justamente plenitud de vida, como se ve en el texto: Yo he venido para que tengan vida, y la tengan sobreabundante (Jn 10:10). Aunque el adjetivo sobreabundante ---abundantius, en la Neovulgata y en griego perissòs viene a significar algo que excede en mucho lo usual---; y más si se tiene en cuenta que, según San Pablo, la vida para el cristiano es Cristo (Col 3:4). Y Jesucristo lo dice expresamente: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14:6).

Aún menos expresiva es la idea de Salvación, la cual se suele contraponer a la de Condenación, con lo que se convierte en un mero concepto positivo contrario a otro negativo.

Por otra parte, algo en lo que no se suele reparar cuando se insiste en explicar cualquier tipo de Espiritualidad, es que las ideas de estado paradisíaco, o las de felicidad o salvación eternas son insuficientes en cuanto incapaces de llenar las más profundas aspiraciones del corazón humano. El cual, creado al fin y al cabo para amar y para ser amado, no puede satisfacerse sino con la idea de un elemento personal como elemento otro de la relación amorosa, que es la que constituye el último fin del hombre. En este sentido cabe destacar la importancia de todo el Sermón de Despedida de la Última Cena como el lugar por antonomasia donde se expresa, claramente y con toda su amplitud, que el destino final para cada uno de los elegidos no es otro que el de estar para siempre con Jesús. En definitiva, en la mutua, recíproca y eterna posesión del uno y el otro ---Jesús y el discípulo--- y del otro con el uno. Pues será entonces, y sólo entonces, cuando al fin se cumpla definitivamente el deseo expresado por la esposa con respecto al Esposo ---y el del Esposo con respecto a la esposa--- que El Cantar de los Cantares expresa de forma tan sublime (Ca 2:16; 6:3):

Mi amado es para mí y yo soy para él.
Pastorea entre azucenas.
Yo soy para mi amado y mi amado es para mí,
el que se recrea entre azucenas
.

En este sentido, la idea según la cual la corona de los elegidos no consiste en otra cosa que en la posesión definitiva de la Estrella de la Mañana, que no es sino Jesucristo mismo, viene a llenar un hueco importante en la historia de la Espiritualidad Cristiana. La cual, o así me lo parece a mí, no ha insistido suficientemente en la Persona de Jesucristo, ni en la necesidad de traer a un primer plano la Humanidad de Jesucristo a fin de impulsar en el hombre un amor por cuyos ímpetus ha suspirado siempre su corazón: consciente o inconscientemente. Un amor que, por otra parte, solamente podría ser suscitado por un factor personal. Como ya supo ver San Agustín en su famoso: Nos hiciste, Señor, para ti, y por eso nuestro corazón estará siempre inquieto mientras no descanse en ti.


Padre Alfonso Gálvez

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (9 de 10)

¿Cómo es posible no conmoverse cuando se leen estas sublimes palabras del Cantar, pronunciadas por el propio Dios -nuestro Señor y Creador- y dirigidas a lo más profundo de nuestro corazón siendo, como somos, criaturas suyas? 


"Dame a ver tu rostro, 
dame a oír tu voz, 
que tu voz es suave
y es amable tu rostro" (Cant 2, 14)

¿Cabe imaginar amor mayor en ninguna mente humana? ... Y, sin embargo, es un amor real, manifestado en la Encarnación del Hijo de Dios, que sólo espera que nuestra respuesta sea como la que le dio la esposa del Cantar:

Yo soy de mi amado
y mi amado es mío (Cant 6, 3)
Yo soy para mi amado
y a mí tienden todos sus anhelos (Cant 7, 11)

Una vez que hemos conocido el Amor que Dios nos tiene, y que nos ha manifestado enviando a su Hijo al mundo, debemos pedirle insistentemente que nos conceda la virtud de la fe, sin la cual estamos perdidos, pues nunca acabamos de creer del todo; siempre nos lo estamos pensando. Y en el pecado llevamos la penitencia. En la narración evangélica de la curación del endemoniado epiléptico, cuando el padre intercede por su hijo ante el Señor, diciéndole: "Si algo puedes, ayúdanos, apiádate de nosotros", Jesús le dijo: "¡Si puedes ...! ¡Todo es posible para el que cree!" (Mc 9, 22-23). "Al instante exclamó el padre del muchacho: "Creo, Señor; pero ayuda mi incredulidad" (Mc 9, 24). Así deberíamos hablarle también nosotros al Señor: de seguro que Él nos va a comprender y nos dará esa fe que tanto necesitamos.



Sólo mediante la fe podemos acceder a un verdadero conocimiento del amor de Dios, conocimiento que no podemos obtener mediante nuestras propias fuerzas, puesto que no es de carácter natural sino sobrenatural. Tenemos, sin embargo, la absoluta seguridad de que Dios nos lo va a conceder, si se lo pedimos: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden" (Lc 11, 13). Y como los apóstoles, debemos decirle al Señor: "Auméntanos la fe" (Lc 17, 5)

¿Por qué es tan importante la fe? La respuesta, como siempre, la tenemos  en la Biblia: "Sin fe es imposible agradar a Dios, pues es preciso que quien se acerca a Dios crea que existe y que es remunerador de los que le buscan" (Heb 11, 6). Sin la fe no podríamos resistir todos los peligros a los que estamos expuestos. En el libro de Job se puede leer: "¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?" (Job 7, 1). Y esto es aún más cierto si se refiere a los cristianos. Así dice san Pablo a los efesios : "Tomad, en todo momento, el escudo de  la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno" (Ef 6, 16). Y san Juan: "Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe" (1 Jn 5, 4). 



Aparte de todo eso, la fe es necesaria si queremos llegar a entender hasta qué extremo nos ha amado Dios, y nos ama, como muy bien lo entendió el apóstol San Juan: "Nosotros, que hemos creído, conocemos el amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4, 16). Si Dios nos concede esa fe en Jesucristo, que es lo único que puede dar sentido a nuestra vida, entonces podremos responder, como corresponde, a los requerimientos de amor por parte del Esposo, que es Dios, tal y como lo hacía la esposa del Cantar, en la que están representados todos los cristianos que mantienen viva su fe en Jesucristo. 

(Continuará)

martes, 18 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (8 de 10)

El máximo amor posible que entendemos las personas es el enamoramiento. Pues ése es el Amor que Dios quiere tener con cada uno de nosotros, aunque no podrá ser llevado a cabo con todos, sino tan solo con aquellos que estén dispuestos a amarle de la manera que Dios entiende el amor, que es el único modo correcto de entenderlo, ya que todo amor procede de Él, que es  "el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin" (Ap 22, 13)

Un amor que sería imposible si Dios no nos hubiera creado libres, pues el amor -como tantas veces hemos dicho ya- nunca se impone ... ¡o no sería amor!. La libertad es una nota característica del verdadero amor. Esa es la razón por la que Dios se manifestó "en debilidad", y se hizo un niño que "crecía en sabiduría, en edad y en gracia, delante de Dios y de los hombres" (Lc 2, 52). Si Dios se nos hubiese manifestado en toda su Gloria y Esplendor no hubiésemos sido libres para amarlo; nos habríamos rendido, 
sin más, ante la evidencia de su Poder y de su Majestad. No hubiéramos podido hacer otra cosa sino admirarlo, adorarlo y bendecirlo, de modo necesario. Pero no podría hablarse aquí de amor, rigurosamente hablando; al menos no del amor tal y como ha querido Dios que sea entre Él y nosotros. Sólo procediendo como lo hizo es ahora posible que nosotros, haciendo un uso correcto de la libertad que hemos recibido de Él, podamos dar una respuesta auténticamente amorosa -y no impuesta- al amor que Él nos tiene. 

Aparece aquí también otra nota que es esencial al amor cual es la de la reciprocidad  entre los que se aman, aquella por la cual un yo y un tú se "dicen" mutuamente su amor, pues así ha querido ser el amor de Dios hacia cada uno de nosotros


Y en tercer lugar, es preciso tener en cuenta que el amor verdadero, para ser tal, o lo es en totalidad o no puede hablarse, en absoluto, de amor. Nada puede haber en nosotros que no le pertenezca a Él, porque libremente se lo hemos entregado todo al igual que, libremente, todo lo hemos recibido de Él, a quien no le ha quedado nada por dar: de la máxima riqueza (siendo Dios) pasó a la máxima pobreza"se anonadó a Sí mismo", haciéndose un hombre como nosotros, "y en su condición de hombre, se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz") (Fil 2, 7-8). Y lo hizo por amor"Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para que os enriquecierais con su pobreza" (2 Cor 8, 9).  


Si Él nos ha dado su Vida, ¿qué menos puede esperar de nosotros sino que le demos también la nuestra? En este mutuo dar-recibir, libremente y en totalidad, se resume la meta a la que estamos llamados a llegar con relación a Dios; y lo que constituye el sentido último de nuestra vida. Porque este amor, a su vez, se difundirá entre todos aquellos que nos rodean de modo que, también ellos, nos acompañen en este camino hacia Dios, hacia el que no vamos en solitario.



Ante el amor de Dios, manifestado en Jesucristo, no es posible permanecer pasivamente. Es preciso definirse, "mojarse", como se dice en lenguaje coloquial. Y esto debe concretarse en nuestra vida y no quedarse sólo en palabras.
Una vez que nos hemos decidido por Jesús ya no cabe la vuelta atrás. El amor es un sí total y definitivo, si es amor verdadero. De ahí la radicalidad de las palabras de Jesús: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios" (Lc 9, 62). Si le hemos entregado nuestra vida al Señor, ésta ya no nos pertenece. Le pertenece a Él que, por amor, nos dio la suya. No se puede nadar y guardar la ropa, de modo que -insiste Jesús- "quien quiera salvar su vida, la perderá; mas quien pierda su vida por Mí, la encontrará" (Mt 16, 25). Y no nos puede caber la más mínima duda de que salimos ganando en este intercambio de vidas en el que consiste el verdadero amor. 
(Continuará)

lunes, 17 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (7 de 10)

Si amamos de verdad a Jesús nuestra respuesta no puede ser otra que la de hacer nuestros sus sentimientos: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Fil 2, 5). ¿Y cuáles fueron esos sentimientos? Necesitamos conocer a Jesús, para poder así amarle y conformar nuestra vida a la Suya. Fijémonos en el proceder de Jesús. Puesto que amaba a su Padre, y se sabía amado por Él, su único objetivo y el sentido de su Vida era el de hacer realidad en Sí mismo todo -y sólo- aquello que agradaba a su Padre; lo que, en su caso concreto, le llevó a hacerse uno de nosotros "y en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2, 7-8). 

La voluntad de Jesús con relación a nosotros, podemos verla muy bien expresada en la oración que le dirigió a su Padre en la noche de la Última Cena cuando, refiriéndose a todos los que creyesen en Él, le rogaba, : "Que todos sean uno: como Tú, Padre, en Mí, y Yo en Tí, que también ellos sean uno en nosotros" (Jn 17, 21). Ése es el tipo de unión que quiere Jesús que exista entre todos los cristianos, aquéllos que viven de la fe en Él: que todos sea uno en Dios.




Jesús piensa también en el resto de la humanidad: "No ruego sólo por éstos, sino también por los que han de creer en Mí por su palabra" (Jn 17, 20). Luego es necesario creer en Él para salvarse. De ahí la importancia tan grande que tiene el conocimiento del mensaje de Jesucristo por parte de todos aquellos que no lo conocen y que desearían conocerlo, incluso aun cuando no sean del todo conscientes de ello. Y de ahí también la importancia de actuar conforme al Mensaje que Jesús nos dejó cuando ascendió a los cielos: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. Quien crea y sea bautizado se salvará; pero quien no crea se condenará" (Mc 16, 15-16). 


El tener esto en cuenta nos permitirá discernir cuándo se está cumpliendo la voluntad de Dios o cuándo se le está traicionando: cuidado, pues, con todos esos movimientos llamados "ecuménicos"; cuidado con el llamado "diálogo con los no creyentes" o "diálogo inter-religioso". Se trata de expresiones desafortunadas que más que aclarar ofuscan el pensamiento cristiano. 


El cristiano se sabe en posesión de la Verdad, no por sí mismo, sino porque ha recibido de Dios este don. Y esa Verdad es Jesucristo. Sólo en Él está la salvación. ¿Qué sentido tiene "dialogar" con otras religiones o con los llamados "hermanos separados", cuando la misión de un cristiano es la de vivir la Vida de Jesucristo en su propia vida y hacer llevar esa Vida a todos los que le rodean, con vistas a su felicidad, tanto la terrena como la eterna. 


Cuando se pierde de vista esta misión, Dios se difumina y desaparece del horizonte. No porque Él nos deje, sino porque nosotros le rechazamos o nos avergonzamos de Él. Para tener las ideas claras a este respecto, es necesario acudir a la Tradición de la Iglesia de siempre, que es la única capaz de disipar todas nuestras dudas o desconciertos. Esto es hoy más importante que nunca, pues la lucha contra la Iglesia Católica está teniendo lugar en su propio seno; y estoy hablando, también, de las altas Jerarquías. 


Estamos en tiempos difíciles; pero es justo ahora cuando debemos redoblar nuestra esperanza y nuestra alegría, porque el Señor está con nosotros: "Cuando comiencen a suceder estas cosas, tened ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se aproxima vuestra redención" (Lc 21, 28) Nunca hay motivos para la desesperanza. Estamos "perplejos pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados pero no aniquilados" (2 Cor 4, 9) 


Todos los sufrimientos que tengamos a causa de nuestra fe nos sirven de Gloria para nosotros y para el resto del mundo. Un dolor o un sufrimiento por Cristo, con Él y en Él es un dolor o un sufrimiento redentor, un sufrimiento que salva, debido a la íntima unión que existe entre Cristo y los suyos. El poder de un cristiano es el mismo poder de Cristo"Os lo aseguro: quien cree en Mí hará las obras que Yo hago y las hará mayores que éstas" (Jn 14, 12). 


La unión de un cristiano con Jesucristo tiene lugar siempre en el seno de la Iglesia que Él fundó, la cual es su Cuerpo Místico. En ese Cuerpo, Cristo es la Cabeza y nosotros sus miembros. De modo que la suerte que corre la Cabeza es la misma que la que corren sus miembros: Muere la Cabeza, mueren sus miembros. Sufre la Cabeza, sufren sus miembros. Resucita la Cabeza, resucitan sus miembros. Tal es el grado de unión de un cristiano con Jesús. Tal vez podamos entender así mejor estas palabras que dirigió el apóstol Pablo a los colosenses: "Ahora me alegro en los padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Alegría en el sufrimiento, aunque parezca increíble ... pero sólo si el sufrimiento se debe a que estamos compartiendo con Jesús las penalidades que conlleva el mantenernos fieles al Mensaje que de Él hemos recibido.


Penalidades necesariamente las habrá: "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones" (2 Tim 3, 12). Jesús mismo nos lo advirtió con toda claridad: "Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a Mí, también os perseguirán a vosotros" (Jn 15, 20). 


Sin embargo, esos sufrimientos no deben ser nunca motivo de tristeza, sino todo lo contrario, pues no hay mayor amor que el de compartir la vida del Amado, y junto al Amor -y de su mano- viene siempre la Alegría. Así se explica la alegría de los discípulos de Jesús cuando fueron azotados por hablar en el nombre de Jesús. Se dice que "salieron gozosos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre de Jesús" (Hech 3, 41). Aparente paradoja, pero que tiene su explicación ... y es que se estaban cumpliendo en ellos las palabras de su Maestro y Señor: "Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo género de mal por mi Causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será abundante en el cielo" (Mt 5, 11-12) . 


Así pues: hagamos de su Vida la nuestra, marquemos sus Palabras en nuestra mente y en nuestro corazón y procuremos hacerlas realidad. Sólo entonces seremos todo lo felices que podemos ser ... ya en este mundo. Y luego, acudamos a Jesús, con toda confianza: "Venid a Mí todos los que estáis fatigados y agobiados, que Yo os aliviaré" (Mt 11, 28), con la absoluta seguridad de que Él no nos va a defraudar jamás: "En el mundo tendréis sufrimientos. Pero confiad: Yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). 


(Continuará)

domingo, 16 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (6 de 10)

El amor que Dios ha querido tener para con los hombres es del mismo tipo que el que se tienen entre sí los enamorados, pero en un grado infinitamente mayor. Como decíamos, la segunda razón (¡o tal vez la primera!) de que Dios se haya hecho hombre es porque así Él lo ha querido. En términos coloquiales diríamos "porque le ha dado la gana": Nos quiere porque quiere querernos. En Dios el Amor (de amar) y la Libertad (de querer) son una y la misma cosa. En otras palabras: no estando Dios obligado a amarnos -como no lo estaba-, de hecho nos amó, y no con un amor de palabra -que no es tal amor- sino con un amor verdadero, hasta el extremo de dar su propia Vida por nosotros. Y no lo hizo forzadamente: "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita sino que Yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10, 17-18)

Por supuesto que todo verdadero amor -y máxime entre enamorados- espera una respuesta amorosa por parte del amado, de aquel a quien se ama. La reciprocidad o bilateralidad es un componente esencial del amor. Sin él no puede hablarse de amor verdadero. 

En el caso concreto del amor divino-humano, que es el que ahora nos ocupa - y que es una referencia segura para conocer cuándo el amor que se dicen tener dos personas es auténtico- la idea de reciprocidad o de bilateralidad aparece como condición "sine qua non" para que pueda hablarse, con verdad, de enamoramiento entre Dios y el hombre

En lo que se refiere a Dios esto es patente: haciéndose hombre, en la Persona del Hijo, y dando su Vida para salvarnos, nos ha demostrado la veracidad de su amor: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Su amor hacia nosotros (hacia todos y cada uno) llegó hasta el máximo posible. Siendo Dios no pudo amarnos más de lo que nos amó, pues lo dio todo, se dio a Sí mismo. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). 


Falta ahora por comprobar la respuesta del hombre a esos requerimientos amorosos de Dios hacia él. De no existir esa respuesta, no podría hablarse de perfección en el amor, no podría hablarse de amor, en realidad; porque sin reciprocidad no puede concebirse el amor, que es siempre bidireccional. En realidad, Dios no espera otra cosa de nosotros (de todos y de cada uno): "He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, Yo entraré a él, y cenaré con él y él cenará conmigo" (Ap 3, 20). Si se lee con atención se observa la relación interpersonal yo-tú existente entre Dios y cada uno de nosotros, pues no se dice "cenaremos juntos" sino "Yo cenaré con él y él cenará conmigo". Intimidad y reciprocidad son exigencias propias del verdadero amor.




Ya hemos oído lo que dice Jesús acerca del amor como entrega de la propia vida. San Pablo, en concreto, estaba muy seguro, y era muy consciente, del amor que Jesús le tenia: "Me amó y se entregó a Sí mismo por mí" (Gal 2, 20) y su respuesta 
a Jesús fue la que cabe esperar en los casos de amor verdadero, como era el suyo; a saber, una respuesta total, completa y definitiva : "Para mí la vida es Cristo" (Fil 1, 21). Sin el contacto con Jesús san Pablo no entendía su propia vida. Percibió el Amor personalísimo de Jesús hacia él: "Yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús" (Fil 3, 12) y le correspondió del único modo posible que se puede corresponder en estos casos; haciendo de la Vida de Jesús su propia vida"Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20).   


Otro punto importante a tener en cuenta es que, aunque es cierto que Jesús murió por todos los hombres para salvarlos (Redención objetiva genérica) no a todos les llega la salvación, sino sólo a aquellos que son sus amigos (Redención subjetiva concreta). Éstas son sus palabras:: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Y añade:  "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que Yo os mando".(Jn 15, 14). 


¿Estamos nosotros incluidos en ese grupo de amigos de Jesús? ¿Estamos haciendo también de su Vida nuestra vida, de su voluntad la nuestra, de sus pensamientos los nuestros, de sus pasos nuestros pasos? Porque si no hacemos esto es que estamos aún muy lejos de ser sus amigos; nuestra respuesta amorosa es todavía muy imperfecta. Pensemos en cómo procedió Jesús con relación a su Padre, a quien amaba y con quien se identificaba: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn 4, 34). Pues así debemos proceder también nosotros con relación a Jesús. Eso es lo único que puede dar sentido a nuestra vida.


[La salvación es un vivir en Dios, que es Amor. Si voluntaria y libremente renunciamos al Amor de Dios y nos mantenemos así hasta el fin de nuestra existencia humana; si no deseamos saber nada de Dios porque hemos decidido que no existe o bien que somos nosotros quienes "creamos" las normas de nuestra vida y no permitimos que nadie "externo" a nosotros pueda influir en nuestras decisiones; si procedemos así, estaríamos hablando del peor de los pecados, que es el de soberbia; un pecado, que es contra el Espíritu Santo, y que no puede ser perdonado. Y no porque Dios no quiera perdonar sino porque el pecador no reconoce su pecado como tal pecado y huye de la Verdad. No hay más "verdad" que la que él mismo se fabrica. Si esto es así, Dios no puede menos que respetar nuestra decisión, pues para eso nos creó libres. Aunque quiera y aunque su Poder sea infinito, dicho Poder está limitado por el principio de no contradicción, pues no se puede estar unido a Dios por amor si, al mismo tiempo se le odia y se le rechaza. Se trata de una imposibilidad metafísica. De tal modo que, en realidad de verdad, no es Dios quien nos castiga, cuando actuamos así, sino que somos nosotros quienes, al renegar de Dios y no arrepentirnos, hacemos imposible que Él pueda amarnos y hacemos imposible, por lo tanto, nuestra salvación eterna



(Continuará)

sábado, 15 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (5 de 10)

El hombre es una simple criatura y fue creado por Dios a su imagen y semejanza. (Gen 1, 26). Esto, ya de por sí, es incomprensible, pero aún lo es más el hecho de que ese Dios Creador nos haya amado de un modo diferente del que ama cualquier otra cosa que haya creado, pues se dice en la Biblia que "vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno" (Gen 1, 31), lo que es cierto también para el hombre, pero con la particularidad de que afirmar que hemos sido creados por Dios a su imagen y semejanza equivale a afirmar que hemos sido creados con capacidad para amar y para ser amados, puesto que "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8) y esta capacidad es esencial para poder hablar de amor que, dicho sea de paso, no es poseída por el resto de las criaturas, lo que nos diferencia esencialmente de ellas. 

Pero, ¿en qué consiste el amor? ¿Cómo conocer el Amor que Dios profesa al hombre y cómo podríamos amar a Dios, que es Espíritu puro, si ni le vemos ni podemos verle? Nuestra condición humana nos lo impide. No podemos amar lo que no conocemos; y sólo podemos conocer a través de nuestros sentidos corporales: "Nada hay en el entendimiento que no haya pasado primero por los sentidos" -decía santo Tomás de Aquino. Estando necesitado Dios de nuestra respuesta amorosa, porque ésa ha sido su Voluntad y así ha querido Él que sea. Y dado que, para nosotros, tal respuesta era imposible, ya que "a Dios nadie lo ha visto jamás" (1 Jn 4, 12) he aquí que Dios toma un cuerpo, en la Persona de su Hijo, y se hace uno de nosotros, sin dejar de ser Dios: "Muchas veces y de diversos modos habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. Últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo, a quien ha constituido heredero de todo, por quien hizo también el mundo" (Heb 1, 1-2).




Dios mismo se hace uno de nosotros, en la Persona de su Hijo: "En esto se manifestó el amor de Dios por nosotros: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que vivamos por Él" (1 Jn 4, 9). Y de esta manera, ese "Dios, a quien nadie ha visto jamás, el Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, Él mismo nos lo dio a conocer" (Jn 1, 18).  Este hombre-Dios, como sabemos, es Jesucristo: Jesús (en cuanto hombre) Cristo (en cuanto Dios). Si Dios no hubiese procedido así no hubiéramos podido amarle tal y como Él nos ama, que es tal y como Él desea ser amado por cada uno de nosotros.


Amando a Jesucristo, a quien sí podemos ver, pues es realmente un hombre como nosotros, estamos amando a Dios"El que me ha visto a Mí ha visto al Padre"  (Jn 14, 9). 9). "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10, 30). El tener claras las ideas, en este sentido, es sumamente importante, porque es imposible conocer y amar a Dios si no es conociendo y amando a Jesucristo: "Nadie va al Padre si no es a través de Mí" (Jn 14, 6b). No hay otro camino para llegar a Dios: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6a), dijo Jesús.

Por lo tanto, Dios ha querido necesitar de nosotros, de nuestro amor. Y, desde el momento en que ha querido que así sea, es realmente así. Dios nos necesita con verdadera necesidad. Nos podríamos preguntar cómo es esto posible, siendo Él Dios y nosotros simples criaturas. Si Él es nuestro Creador y de la nada venimos, ¿qué podría necesitar de nosotros?. ¿Qué podríamos nosotros aportarle a Dios, si Él lo tiene todo y es infinito? Absolutamente nada. Esto no tiene vuelta de hoja ... conforme a nuestro modo de pensar. Pero, por lo que parece, Dios razona de otro modo: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos-oráculo del Señor" (Is 55,8). Y aunque, ciertamente, no necesita de nosotros, absolutamente hablando, ha querido necesitar, ha querido hacernos sus contertulios y ha querido, en definitiva, tener con nosotros (con cada uno) una relación íntima de amor. Para Él somos realmente importantes: Él nos ha hecho importantes; y, desde ese momento, lo somos.


Real y verdaderamente Dios nos necesita, porque nos ama; y desea estar con nosotros"Mis delicias son estar con los hijos de los hombres" (Prov 8, 31). Todo esto es tan sublime que no nos puede caber en la cabeza que Dios nos pueda querer; y menos aún de esa manera. Pero así es. 
(Continuará)

viernes, 14 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (4 de 10)

Estábamos considerando la importancia fundamental de los misterios en el Cristianismo. En particular, comentaba que el misterio más grande, para mí, era el de llegar a entender la razón o las razones por la que "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14), pues cuando hablamos del Verbo nos estamos refiriendo al Hijo de Dios, al que "existía en el principio (...), y estaba junto a Dios (...) y era Dios" (Jn 1, 1). (...) "Todo se hizo por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho" (Jn 1, 3) 

Es algo inimaginable e inconcebible que Aquel por quien todo ha sido hecho, optara libremente, sin dejar de ser Dios, por asumir nuestra condición humana y hacerse un hombre como nosotros, "en todo igual a nosotros, menos en el pecado" (Heb 4, 15). 


Hemos considerado ya una razón muy importante y es la de nuestra salvación. Posterior al pecado de nuestros primeros padres, la humanidad entera quedó herida por ese pecado original que afecta a toda persona que viene a este mundo y le incapacita para la unión con Dios en el Cielo. Mediante la Encarnación del Hijo de Dios en ese Dios-hombre, que es Jesucristo, todos los hombres tienen la posibilidad de salvarse, pues "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 5, 20). La salvación es ahora posible; pero sólo en unión con Jesucristo por medio del Espíritu Santo, "pues ningún otro nombre hay bajo el cielo dado a los hombres por el que podamos salvarnos" (Hech 4, 12).



[Recordemos otra vez la parte del trozo del Credo que nos ocupa y al que ya nos hemos referido en la primera entrada de este estudio:  "Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, (...) engendrado, no creado, consustancial al Padre, por quien todo fue hechoque por nosotros los hombresy por nuestra salvación bajó del cielo, (...) y se hizo hombre".] 

Por supuesto que el motivo de la Encarnación del Verbo, como así lo cree la Iglesia, fue librarnos del pecado y abrirnos las puertas del Cielo, que estaban cerradas. En las entradas anteriores pienso que se ha hecho suficiente hincapié en esta idea de la salvación del hombre como razón fundamental para que el Verbo se encarnara. Aunque es obvio decirlo, queda aquí suficientemente claro que somos muy importantes para Dios y que nos quiere. ¿Cómo no nos iba a querer si precisamente para salvarnos tomó nuestra condición humana?  

Y esto nos introduce ya en la segunda razón de la Encarnación del Verbo, que va íntimamente unida a la primera, cual es la del Amor de Dios hacia el hombre. No es posible pensar en la Encarnación, como causa de salvación, sin que venga a la mente, de modo inmediato, el Amor de Dios por nosotros. En el Credo se lee que el Verbo se hizo hombre "por nosotros los hombresy por nuestra salvación" . De algún modo aquí se deja entrever una cierta distinción entre "nosotros los hombres" y "nuestra salvación" como si se tratase de dos motivos diferentes. 


Puesto que Dios es simple, en Dios su Voluntad se identifica con su Ser. Luego el motivo por el que actuó como lo hizo fue único. Sin embargo, con relación a nosotros Dios se nos revela de diferentes modos para que vayamos entendiendo, poco a poco, su modo de proceder; y dado que nadie conoce al hombre mejor que Dios, que es quien lo ha creado, no cabe duda de que la mejor pedagogía para el hombre es la divina. 

Así es que haciendo uso de la facultad de razonar que Dios me ha dado, considero que aunque es completamente cierto que el Verbo se hizo hombre por nuestra salvación, sin embargo, estoy convencido de que la causa más profunda y determinante de la venida de Jesucristo a este mundo fue el Amor de Dios por nosotros [ "Por nosotros los hombres" ] Un convencimiento basado, por otra parte, en el misterio íntimo de Dios [cual es el de la Santísima Trinidad] de quien podemos leer que "es Amor" (1 Jn 4, 8), Amor intratrinitario que se manifestó, libérrimamente [y no necesariamente, pues no sería Amor] en la Creación del Universo, primero, y luego en la Creación de su obra más perfecta, que es el ser humano. 


El Amor de Dios para con nosotros, los hombres no es un amor cualquiera, un amor genérico, como el que tiene al resto de la creación: la tierra, los astros, las plantas, los animales, etc... Se trata de un amor que va más allá de lo concebible por cualquier imaginación, por muy grande que ésta sea. Un amor de verdadero enamorado, tal como los humanos entendemos esta palabra, pero en un grado más sublime e inefable, un amor sin medida, como corresponde a un Ser que es infinito; como corresponde, en definitiva, a Dios. 




Dado que el que ama de veras quiere hacerse igual que su amado para que éste, a su vez, pueda amarlo del mismo modo; dado que el amor de enamoramiento sólo se da entre iguales, pienso que ésta es, posiblemente, la razón más importante de la Encarnación, la que llevó a Dios a tomar un cuerpo, en la Persona de su Hijo, y a hacerse un niño pequeño para que pudiéramos verlo, oírlo, tocarlo, besarlo y abrazarlo. 
(Continuará)

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (3 de 10)

Si la salvación sólo, única y exclusivamente nos puede venir de Jesucristo no se entiende, ni puede entenderse, el "diálogo" con las demás religiones. Todo verdadero diálogo se caracteriza por la búsqueda de la verdad. Pero es preciso buscar en ausencia de todo tipo de interés personal y con puro corazón

No hay otro modo de poder encontrar a Aquel que es la Verdad y que da sentido a toda la existencia, Aquél que es el único Dios verdadero, "el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (...) que ha glorificado a su Hijo Jesús" (Hech 3, 13) "En Él [en Jesucristo] Dios cumplió lo que había anunciado de antemano por boca de todos los profetas" (Hech 3, 18). 

Los cristianos creemos en la divinidad de Jesucristo. Y esta realidad, que es fundamental para la fe de la Iglesia, no es compartida con ninguna otra religión. ¿Qué diálogo puede haber? ¿Cómo va a ser lo mismo una religión que otra? 

Cito a continuación algunos párrafos, con alguna ligera modificación, del artículo que escribí en el Blog católico de José Martí (2), al que hace referencia el enlace anterior:


¿Por qué se ataca hoy a la religión católica con tanto odio? ¿Por qué no se ataca de igual modo a las demás religiones? La respuesta es que las demás religiones son falsas e inventos humanos. Sólo la religión católica y la judía tienen origen divino; pero en la religión católica, además, este origen divino se puso de manifiesto por la victoria de Jesucristo sobre la muerte, al resucitar de entre los muertos. "¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?" (Lc 24,5). Jesucristo no vino a destruir la ley judía sino a llevarla a su plenitud. En Él se cumplieron todas las profecías a las que se hacía referencia en el Antiguo Testamento. De modo que la conclusión es clara, para todo aquel que quiera ver: Sólo la religión católica es la verdadera (...) 

Jesucristo no sólo fue un hombre extraordinario (que lo fue) sino que, además, era Dios: ¡es Dios! ...  y sigue presente entre nosotros, con presencia misteriosa, pero real, en el Sagrario. Sin embargo se le persigue y se le odia, cada día con mayor violencia: la persecución a los cristianos no es otra cosa que la persecución a Jesucristo, como dijo el mismo Señor a Pablo de Tarso cuando éste se dirigía a Damasco a detener a los cristianos: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" Saulo respondió: "¿Quién eres tú, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9,4-5). O cuando dijo, en otra ocasión, a sus discípulos: "El que a vosotros desprecia, a mí me desprecia". (Lc 10, 16). 



La rebelión del hombre contra Dios es consecuencia, por supuesto, del pecado original; un pecado de soberbia,que fue cometido por nuestros primeros padres pero que ya nos encargamos nosotros de actualizar todos los días, rechazando nuestros orígenes y convirtiéndonos en "dioses" conocedores del bien y del mal. Somos nosotros ahora los que decidimos que nuestra vida es nuestra, que no la hemos recibido de nadie y que, por lo tanto, decidimos también lo que está bien y lo que está mal. 

No aceptamos las leyes de Dios, nuestro Creador, leyes que rigen todo el universo físico y también el universo de las relaciones humanas. En este querer sustituir a Dios por el hombre, el único que sale perdiendo es el propio hombre. Actuando contra Dios estamos actuando contra nosotros mismos, contra la verdad de nuestro ser: conculcamos las leyes naturales, establecidas por Dios, nos inventamos nuestras propias "leyes" mediante "consensos". Y se las imponemos al resto de las personas. Lo que nos mueve a ello no es, en absoluto, el amor  y el bien de las personas, sino el odio a Dios y a toda su Creación. No admitimos que exista más dios que nosotros mismos. El hombre es su propio dios. 

Lo que no sabemos, o no queremos saber, es que este edificio que estamos construyendo no puede sostenerse, al estar basado en la mentira, en el amor propio y la soberbia. Esclavizados por el pecado, por más que alardeemos de libertad, nos transformamos en seres tristes y desgraciados, desconocedores del verdadero amor, que es el que viene de Dios y el único que puede proporcionarnos la felicidad que tanto ansiamos todos porque así está inscrito en nuestro corazón; y para eso, precisamente, fuimos creados. 

Y, sin embargo -tremendo misterio éste de la Encarnación- Dios no nos deja solos, sino que se hace hombre en Jesucristo para darnos la posibilidad de la salvación, si aceptamos su mensaje. La prueba fetén de que Jesucristo es Dios la tenemos en su Resurrección. "Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe. Resultaríamos unos falsos testigos de Dios" (1 Cor 15, 14-15). "Si sólo para esta vida tenemos puesta la esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres" (1 Cor 15, 19). "Pero no -continúa san Pablo- Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que durmieron. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán todos murieron, así también en Cristo todos serán vivificados" (1 Cor 15, 20-22)


(Continuará)