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viernes, 28 de agosto de 2015

Acerca de san Agustín y la gracia santificante

 


Es san Agustín un gran santo al que yo le tengo especial devoción por múltiples razones; entre ellas, la más importante, por el inmenso amor que tenía a Jesucristo, por quien todo lo dejó y a quien se consagró por completo el resto de su vida, desde su conversión.

Fue un hombre santo, pero también un hombre sabio, un auténtico genio y uno de los grandes Padres de la Iglesia Católica, junto con santo Tomás de Aquino. Tiene obras muy conocidas. Cabe destacar, entre sus obras completas:  "La Ciudad de Dios", "La Trinidad", "Tratados sobre el Evangelio de san Juan" y "Enarraciones sobre los salmos" (todos estos libros están editados por la BAC).


Sus escritos se caracterizan por una gran profundidad teológica, pero -al mismo tiempo- por una sencillez tal -todo hay que decirlo- que los hace asequibles a muchísima gente que, sin necesidad de ser teólogos, pueden entenderlo, si prestan atención, debido al lenguaje didáctico que utiliza. 


Por supuesto que si alguien se quiere introducir en la lectura de algunas de sus obras es necesario que posea a mano una buena biblia, preferiblemente dos o incluso tres, pues así se aprovecha uno mejor de sus escritos, cuyo solo objetivo es que la gente, cuando los lea, salga edificada y con más ganas de querer al Señor y de seguir luchando por intentar ser buenos cristianos, aunque nunca -ninguno de los que somos- lleguemos a conseguirlo del todo ..., lo que, por otra parte, no debe de importarnos demasiado; contamos con ello. Sin la gracia divina todo nuestro trabajo y todo nuestro esfuerzo no tendrían el más mínimo sentido; y serían baldíos e inútiles. Pero contamos con esa gracia que Dios concede siempre a quien se la pide con fe e insistentemente. De no ser así, seríamos los más miserables de todos los hombres. Pero no: Cristo ha resucitado y nos da la posibilidad de compartir su Vida y de vivir siempre con Él.

Conviene no perder esto de vista, porque la santidad no es algo imposible. Al hablar de santos siempre solemos pensar en los demás, en gente muy especial ... pero eso no va con nosotros. Es un error. Por supuesto que sí va con nosotros. Dios cuenta con nuestra vida y con nuestro amor para salvar a esta Iglesia que se encuentra en un estado avanzado de descomposición. Dios nos quiere santos, a todos y a cada uno de los cristianos. Pero tal santidad, que es un don imposible de adquirir con nuestras solas fuerzas, la concede Dios a los que son generosos y le ofrecen su vida y todo lo que tienen, porque ninguna otra cosa les importa más que estar junto al Señor. El éxito está asegurado, pero es necesario que pongamos algo de nuestra parte (o mejor, que lo pongamos todo, aunque sea poco, que siempre lo será: Él pondrá el resto). 

Jesús cuenta con nosotros porque así lo ha querido y la única condición que nos pone es la de una completa y absoluta confianza en su bondad y en su misericordia (en Él, no en nosotros). De aquí proviene el hecho de que jamás, para un cristiano, tiene -ni puede tener- sentido  el desánimo: nunca, por más que se observe que la barca de Pedro esté zozobrando y a punto de hundirse.

Si no actuamos así, con esta confianza total en Él, mereceríamos -con razón-  el mismo reproche que Jesús lanzó a sus discípulos cuando éstos lo despertaron, aterrorizados, porque la barca se estaba hundiendo a causa de la tormenta ... y Él, sin embargo, dormía tranquilamente: "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?" (Mt 8, 26a) -les dijo al despertar. Lo que, de verdad, les estaba diciendo -y muy claramente- era lo siguiente:  ¿Acaso no estoy Yo con vosotros? ¿A qué viene, pues, ese miedo y ese pánico? ¡Tanto tiempo como llevo viviendo con vosotros ... y, sin embargo, aún no me conocéis!.  "Entonces, puesto en pie, increpó a los vientos y al mar y sobrevino una gran calma" (Mt 8, 26b).


Ésa es la razón -la profunda razón- por la que los cristianos no debemos de asustarnos nunca. La victoria final es nuestra, porque así nos lo ha prometido Jesús. Y Él no nos engaña: "El Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mc 13, 31) ... unas palabras que "son Espíritu y que son Vida" (Jn 8, 63). Son "sus" palabras. No debemos de olvidarlo nunca. Y así, en otra ocasión, dijo a sus discípulos, dándoles el motivo más importante de su vida para que jamás se dejasen dominar por la tristeza o el abatimiento:  "De nuevo os veré y se alegrará vuestro corazón y nadie podrá entonces quitaros vuestra alegría" (Jn 16, 22). ¡Mirarle a los ojos y ser mirados por Él! ¡Esto es lo más bello que puede haber a este lado del mundo y también al otro!


Por muy mal que parezca que van las cosas, si nos mantenemos fieles al Mensaje de Jesús, si procuramos -con todas nuestras fuerzas- hacer realidad su Vida en nosotros, no tenemos ningún derecho a acobardarnos ante nada; y menos aún ante este mundo - Jerarquía incluída, en algunos casos, por desgracia- que ha perdido la fe y la confianza en Dios y se ha buscado su propia "religión" y sus propios "dioses": "Se comportan como enemigos de la cruz de Cristo -dice san Pablo-, pero su fin es la perdición (...) porque ponen el corazón en las cosas terrenas" (Fil 3, 19).  

"Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del Cielo, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo vil en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del Poder que tiene para someter a su dominio todas las cosas" (Fil 3, 20-21)


No podemos gloriarnos de nada, porque todo cuanto tenemos lo hemos recibido: todo es Don de Dios. Pero ahí está: no es cuestión de merecimientos ni de pelagianismos absurdos: pero está de por medio la Palabra de Dios, ante la cual no tienen sentido, en un cristiano, ni el desánimo ni la tristeza. Cierto que no podemos dejar de preocuparnos por la situación actual de la Iglesia y del mundo. Por el contrario, ésta debe de ser aún mayor: al fin y al cabo, es algo que nos compete de modo directo. 


Aun cuando seamos "ciudadanos del cielo" y estemos de paso por esta tierra, formamos -sin embargo- parte de esa Iglesia y de ese mundo, de manera que este conocimiento, que se refiere a algo real, puesto que es verdad que "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la venidera" (Heb 13, 14) no nos exime, sin embargo, del sufrimiento, de la briega y de la lucha constante para que el Reino de Dios se implante en la Tierra ... aunque sin perder la paz interior, aquella que proviene de no querer ni aceptar ninguna otra cosa que no sea lo que Dios disponga para nosotros, sabiendo -con absoluta seguridad - que eso será, sin duda y siempre, lo mejor que nos puede ocurrir. Además, estamos convencidos - y nos fiamos completamente- de la veracidad de las palabras de nuestro Maestro, aquéllas que dijo, refiriéndose a la Iglesia que Él mismo fundó, a saber, que "las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella"  (Mt 16, 18). 

Esa es nuestra confianza, pero también nuestro temor: no podemos descuidarnos. Escuchemos a Jesús lo que dice a sus discípulos y, por lo tanto, también a nosotros, hablando de su segunda y definitiva Venida, aquélla que pondrá fin a este mundo: "Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?" (Lc 18, 8). 

En esos momentos [que no sabemos si son los actuales, pero que desde luego, no se puede decir tampoco que no lo sean ...; y, sea como fuere, es lo cierto que siempre debemos de estar preparados, como si cada día fuera nuestro último día]; digo, en esos momentos, según palabras del propio Jesús, "surgirán muchos falsos profetas y seducirán a muchos. Y, al desbordarse la iniquidad, se enfriará la caridad de muchos" (Mt 24, 11-12). Y es más, según nos sigue diciendo: "Habrá entonces una gran tribulación, como no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá" (Mt 24, 21). Serán, por lo tanto, momentos extraordinariamente difíciles; y tenemos que estar preparados para lo que venga.

Es cierto que oímos que Jesús dice que "el que persevere hasta el final, ése se salvará" (Mt 24, 13). Pero, dada nuestra natural debilidad, ¿quién nos puede asegurar que vamos a ser capaces de perseverar en esas condiciones tan horribles? Nadie puede hacerlo; absolutamente nadie nos puede dar esa seguridad: ¡Y nosotros menos que nadie! Por eso, para que nadie se vanagloriase, en sí mismo, decía san Pablo:  "El que piense estar en pie, que tenga cuidado, no vaya a caer" (1 Cor 10,12). Pues "si tenemos confianza, la tenemos por Cristo ante Dios" (2 Cor 3, 4). Pues así es: "nuestra capacidad viene de Dios" (2 Cor 3, 5) y no de nosotros mismos.

Tal será el calibre de la prueba final que, según dice Jesús, "de no acortarse esos días, no se salvaría nadie" ... palabras durísimas que pueden provocar en nosotros, fácilmente, espanto y terror, pues tememos por nuestra salvación; y es natural y lógico que así sea. Lo raro sería lo contrario. Cuando nos creó, Dios no nos hizo robots; ni Él se hizo un robot, sino uno de nosotros, cuando tomó nuestra naturaleza humana. Así es su Amor por nosotros y nos quiere como realmente somos, con nuestros miedos incluidos.  Quedémonos, por lo tanto, con las últimas palabras de nuestro Señor que son, como siempre, muy consoladoras: "En atención a los elegidos esos días se acortarán" (Mt 24, 22).

¿Cómo no iba a tener el Señor esa atención hacia aquellos que le aman -que a eso se refiere al usar la palabra elegidos- si Él los ama más todavía? Y siendo eso así, ¿cómo podría consentir que se condenaran aquellos cuya vida se había consumido, precisamente, por amor a Él? No, Jesús jamás se deja vencer por nosotros en generosidad; y siempre corresponde a nuestro amor con un amor mayor que el que nosotros le tenemos a Él, por muy grande que éste sea. 

Pensemos, por ejemplo, en la oración sacerdotal de Jesús cuando, hablando con su Padre, le decía: "He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición" (Jn 17, 12)  

[Se refería, como sabemos, a Judas, quien rehusó la amistad que hasta el último momento le ofreció su Maestro, una amistad que, aun siendo Dios, no se la pudo imponer, en razón del respeto que Él mismo debía a nuestra libertad humana, al habernos creado libres]

Esta idea de la esencialidad de la gracia para nuestra salvación es de capital importancia en todos los escritos de San Agustín. A él suele atribuirse esa expresión que, colocada en labios de Jesús, diría -más o menos- lo que sigue: Dios no manda cosas imposibles sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer todo lo que puedas ... y a pedir lo que no puedas ... ¡y  te ayuda para que puedas!.


En fin, me remito a lo que escribí sobre la conversión de San Agustín y que se encuentra en este mismo blog. Como sabemos, el libro de "Las confesiones" (en el que Agustín cuenta su conversión) es el que mayor fama le ha proporcionado. Es, además, uno de los libros más cortos de los que ha escrito y, sinceramente, aconsejo vivamente que, si alguno aún no lo ha leído, que lo haga ... Le haría mucho bien. Al fin y al cabo -no lo olvidemos- los santos también son hombres; son humanos ... ¡y muy humanos!