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martes, 28 de julio de 2015

El gran problema: la pérdida de la fe

El problema mayor con el que hoy nos encontramos es la falta de fe. "Ahora bien, sin fe es imposible agradar a Dios, pues es preciso que quien se acerca a Dios crea que existe" (Heb 11, 6).  



Se trata de un grave problema que -hay que decirlo- está afectando también -y de modo preocupante- a la propia Iglesia Católica en sus más altas Jerarquías: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis como ellos, pues dicen y no hacen" (Mt 23, 2-3). Estas palabras que pronunció Jesús en su tiempo adquieren hoy un mayor relieve y dificultad ... porque la raíz del problema ahora se encuentra precisamente en lo que nos dicen algunos de nuestros Jerarcas


Muchos de ellos ya no hablan la palabra de Dios, sino palabras que son inventos de hombres. Hablan aquello que al mundo le agrada. Esto es algo que siempre ha ocurrido, pero hoy en día está adquiriendo unas proporciones inconmensurables, a nivel mundial, auspiciado, en gran parte, por el enorme poder que ejercen sobre las personas los medios de comunicación de masas: "Vendrá un tiempo -dice san Pablo- en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, dejándose llevar de sus caprichos, reunirán en torno a sí maestros que halaguen sus oídos, y se apartarán de la verdad volviéndose a las fábulas" (2 Tim 4, 34)


Actualmente, en el seno de la Iglesia, hay demasiados "maestros" [en la propia Curia] cuyo oficio parece ser el de complacer al mundo, enviando a todos (creyentes y no creyentes) un mensaje de "misericordia", pero de una misericordia mal entendida, que no es la misericordia cristiana, la que practicó Jesucristo, traicionando así la fe y la doctrina que han recibido, de parte de Dios, y confundiendo al pueblo cristiano. Las razones pueden ser variadas: se habla de un mayor acercamiento a todas las personas y de una mayor comprensión y misericordia para con todos. El problema radica en que el modo en el que se está haciendo, al que se ha dado en llamar "pastoral", se da de bruces con la Verdad Revelada por Jesucristo y transmitida por los apóstoles, los santos Padres y la Tradición de toda la Iglesia durante dos mil años. 



Sería conveniente hacerles ver a estas personas que la Iglesia no comenzó hace cincuenta años, a partir del Concilio Vaticano II: Ni este Concilio [con todo lo bueno que tiene, indudablemente; aunque hay algunos puntos de doctrina dudosa] es el único que ha tenido la Iglesia en su larga Historia [aunque es el primero que se ha definido a sí mismo como pastoral, de modo que nada de lo contenido en él está escrito en la forma "ex cathedra"; tampoco intencionalmente por parte de ningún Papa posterior se ha producido tal evento. Todos los demás concilios sí han sido dogmáticos; con intención de obligar; no así este último]  ni puede ser tampoco la única referencia que se tome siempre. No es el "espíritu del Concilio" [refiriéndose siempre al Concilio Vaticano II] lo que debe contar sino el "Espíritu de Jesucristo", o sea, el Espíritu Santo: en los Concilios anteriores se han establecido dogmas y verdades de fe, que son inmutables. Ningún Concilio posterior puede anular lo establecido como dogma de fe por un Concilio previo. Y los dogmas de fe no evolucionan con los tiempos. Por cierto, todo el mundo sabe que dicho Concilio, en su ceremonia de apertura por el papa Juan XXIII, fue declarado como meramente "pastoral": en él no se iba a tocar para nada la doctrina de la Iglesia ni se iban a definir nuevos dogmas. 

La Religión Católica está ya inventada y ha producido grandes frutos a lo largo de la Historia de la humanidad (pese a los errores humanos de aquéllos que, llamándose católicos, no han actuado conforme a su fe). En cuanto al fundamento "nadie puede poner otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo" (1 Cor 3, 11). Y es una base inconmovible: "La piedra que desecharon los constructores ésta ha llegado a ser la piedra angular. Todo el que caiga sobre esa piedra se estrellará, y a aquél sobre quien ella caiga, lo aplastará" (Lc 20, 17). 

La gente no acaba de darse cuenta de lo importante que es tener las ideas claras, en este sentido, porque cuando se habla de Jesucristo, aunque es verdad que se está hablando de un hombre como nosotros, pues era verdaderamente hombre, se olvida de que es también verdaderamente Dios, Aquel "por quien todo fue hecho" (Jn 1, 10). Ciertamente, murió por nosotros, para hacer posible nuestra salvación [si queríamos realmente ser salvados y poníamos, para ello, los medios adecuados]. Pero no se quedó en el sepulcro, sino que resucitó, por Sí mismo, al tercer día de ser sepultado, apareciéndose a sus apóstoles y a muchos discípulos, durante cuarenta días después de su resurrección, enseñándoles y haciéndoles entender muchas cosas que antes no podían comprender. Esto sólo Dios puede hacerlo. 


Por eso Jesucristo es Dios y, con su venida a este mundo, nos ha hecho ver cómo es Dios, en realidad; ese Dios que esperaban los israelitas, al que Moisés les anunció que su Nombre era "Yo soy" (Ex 3, 14) y también "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" (Ex 3, 15). Gracias a Jesucristo hemos descubierto que ese Dios, que es Único, es también tri-Personal. Tremendo misterio éste de la Santísima Trinidad, que es un misterio de Amor: Dios es Amor, en Sí mismo. Y, libremente, porque quiso, se hizo hombre en la Persona del Hijo, para enseñarnos a amar y hacer así posible que nosotros pudiéramos también amarle a Él del mismo modo en que Él nos ama. Algo que sólo es posible "por Cristo, con Él y en Él", en íntima unión gracias al Espíritu Santo que nos ha dado. 

Se trata de un don completamente gratuito e inmerecido por nuestra parte. Pero de un Don real. En el Hijo, en Jesucristo, unidos a Él por su Espíritu, el Espíritu Santo, no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que realmente lo somos; somos hechos partícipes -en Jesucristo- de la misma naturaleza divina. A eso estamos llamados.  Sólo Jesús es Hijo por naturaleza; pero nosotros también lo somos, aunque por participación

Así es Dios. Tal es el Amor que Dios nos tiene. No existe mente humana capaz de imaginar un misterio tan grande. Misterio de Amor, en Sí mismo; pero ese Amor se manifestó también entre nosotros en el hecho de que "Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por Él la Vida" (1 Jn 4, 9). Dice san Juan que "nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados" ( 1 Jn 4, 10). Al leer estas palabras es imposible no hacerse ninguna pregunta acerca del significado del pecado, porque también el pecado es un misterio, un "misterio de iniquidad" (2 Tes 2, 7), como le llama san Pablo.

Todas estas cosas las conocemos gracias a Jesucristo. Él nos ha enseñado aquello en lo que consiste el verdadero amor, el amor tal y como Dios lo entiende, que es el único modo de entenderlo tal y como es, un amor que consiste en la entrega de la propia vida a la persona amada: "Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). 

La divinidad de Jesucristo es el fundamento de nuestra fe, hasta el punto de que, en palabras de san Pablo, "si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe" (1 Cor 15, 14), y  "si sólo para esta vida tenemos puesta la esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres" (1 Cor 15, 19). "Pero no- continúa san Pablo- Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que durmieron" (1 Cor 15, 20). ¿Cuántos creen hoy en Jesucristo como Dios verdadero?

Como Cristo resucitó también nosotros resucitaremos. La muerte es una "dormición" y no un acabamiento: "La muerte ha sido absorbida en la victoria" (1 Cor 15, 54a) [...] "Gracias a Dios, que nos ha dado la victoria por nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 15, 57). La muerte es sólo el término y la meta de un camino que todos debemos recorrer, que es nuestra vida terrena, en la que somos peregrinos; y si somos verdaderamente fieles y nos mantenemos en la fe, podremos luego oír, de boca del mismo Jesús: "Bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco; Yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25, 23).