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martes, 10 de febrero de 2015

Cuidado con los falsos profetas (10) [Tentaciones (2ª) Camino fácil]


Hay otro aspecto en la segunda tentación que la hace aún más perniciosa. Recordamos aquí -de nuevo- que el Diablo usa la propia palabra de Dios para engañar a Jesús, proponiéndole el camino espectacular si quiere triunfar: es tan sencillo como tirarse desde el pináculo del Templo y así- le dice el Diablo, citando la Escritura- “los ángeles te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra” (Mt 4, 6). Jesús -que tenía muy clara la misión que había recibido de su Padre- le contesta, igualmente, con otras palabras de la Escritura: “No tentarás al Señor, tu Dios” (Mt 4, 7). 

Estamos en nuestro derecho a preguntarnos por qué se trata esto de una tentación: al fin y al cabo, el Diablo le estaba proponiendo a Jesús un modo infalible para asegurar su triunfo ante el pueblo judío. Si Jesús hacía lo que el Diablo le decía que hiciese, todos los judíos aceptarían su Mensaje. La sutileza empleada por el Diablo en esta tentación es finísima. A propósito de lo cual me viene a la mente el pasaje evangélico en el que, cuando Jesús comienza a manifestar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y padecer allí mucho y morir, pero que al tercer día resucitaría, se relata que “entonces, Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle, diciendo: ‘¡Lejos de Tí, Señor! ¡No te sucederá eso!’. Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Apártate de Mí, Satanás!, pues eres para Mí escándalo, porque no gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres” (Mt 16, 22-23).

Pedro razonaba al modo humano; por eso reprendió a Jesús, para que no se le volviera a pasar por la cabeza el decir esas cosas tan absurdas. No cabe duda que las intenciones de Pedro -cuando le habló así a Jesús- provenían del cariño que le profesaba; y, como consecuencia lógica, no deseaba que le ocurriera nada malo. Por eso, en la confianza que tenía con Él, se lo lleva aparte y le reprende. Es de destacar que esta reprensión a Jesús por parte de Pedro no la realiza en presencia del resto de los discípulos, lo que supone una gran delicadeza, propia del cariño que le tenía.  En buena lógica -se supone que así pensaría Pedro- si Jesús era el Hijo de Dios, como él mismo acababa de manifestarlo delante de los demás apóstoles, nadie se atrevería a hacerle daño, dado el inmenso poder de Jesús. Cabe pensar que éste sería -más o menos- su razonamiento. Al fin y al cabo, Pedro -de hecho-, al igual que la mayoría del pueblo judío, esperaba en un Mesías triunfante y poderoso, al que todos reconocerían como tal; y que los libraría de la tiranía del pueblo romano.

Todavía no había entendido el Mensaje de Jesús; y por eso no podía comprender, no le cabía en la cabeza, que Jesús dijera lo que dijo: Mi Maestro -pensaría para sí- se ha vuelto loco. Hay que devolverle la cordura para que no vuelva a decir -nunca más- semejantes disparates. De ahí que reprendiera a Jesús para que alejase de sí esas ideas. Y de ahí, también, su sorpresa ante la reacción de Jesús que, ciertamente, no se la esperaba, y se quedó atónito y mudo. ¿Acaso no era lógico lo que le había dicho?  Diríamos que la respuesta es ... ¡sí, ... y no! ¡Sí lo era desde un punto de vista meramente humano! Pero ocurre -con demasiada frecuencia- que la lógica divina no coincide con la lógica humana, como muy bien lo había advertido el profeta Isaías, cuando escribió: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos” (Is 55, 8). [refiriéndose a Dios]

Sin ser consciente de ello, Pedro se estaba interponiendo entre Jesús y la voluntad de su Padre. Evidentemente el Señor no podía permitirlo, de ninguna de las maneras. De ahí la respuesta -tajante- que le espetó a Pedro: “¡Apártate de Mí, Satanás!”   Reacción que nos puede parecer desproporcionada y que, sin embargo, no lo es; pues si nos fijamos, Pedro le estaba diciendo a Jesús -aunque con otras palabras- lo mismo que Satanás le dijo la segunda vez que lo tentó en el desierto. Oculta bajo buenas palabras -de modo consciente en el Diablo e inconsciente en Pedro- se encontraba latente la idea de que Jesús entendía el triunfo de su Mensaje tal y como lo entiende el mundo: fama, espectáculo, sensacionalismo, sobresalir sobre los demás, etc ... En definitiva, el Poder -para sí mismo y los suyos- que es justo lo que es contrario al Amor, el cual "no busca su propio interés" (1 Cor 13, 5)



A lo largo de la historia, siempre ha estado presente esta tentación del camino fácil, de la senda ancha, de la comodidad, del confort ... ; en otras palabras: la tentación de la huida de la cruz que le valió a Pedro el escuchar de Jesús: "eres para Mí escándalo, porque no gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres". No tenemos por qué avergonzarnos de expresar lo que sentimos. Admitamos que nos identificamos con Pedro, pues ¿cómo van a ser buenos la cruz, el dolor, el sufrimiento, ..., ?  ¿Quién, en su sano juicio, desea sufrir? Y la respuesta es: nadie. Tendría que ser un masoquista o un enfermo mental.  Jesús no era ninguna de estas cosas y, aunque se nos pasara otra idea por la mente, en realidad -de verdad- Jesús no deseaba el sufrimiento, en sí mismo, puesto que era un hombre normal. ¿Cómo iba a desear sufrir por sufrir? ¡Tendría que estar loco! No, Jesús no quería sufrir. De hecho, ésta fue su oración en la noche del huerto de los olivos, previa a su pasión: “Padre mío, si es posible, pase de Mí este cáliz; pero no sea como Yo quiero, sino como quieras Tú” (Mt 26, 39)

La respuesta a la pregunta sobre el sufrimiento se encuentra en la existencia del pecado original, pecado con el que todos nacemos, consecuencia del que, libremente, cometieron nuestros primeros padres. No es un pecado personal sino de naturaleza, un pecado heredado, pues “en Adán todos pecamos” (Rom 3, 23); y al cual le añadimos nuestros propios pecados personales. 

No acabamos de entender por qué debía morir Jesús para redimirnos del pecado. ¿Acaso no hubiera sido suficiente el simple hecho de hacerse hombre? [La respuesta a esta pregunta puede ser motivo de otra entrada en el blog]. Sea lo que fuere, lo cierto y verdad es que tenía que suceder así, como el propio Jesús se lo hizo ver a los discípulos de Emaús: " '¡Oh necios y tardos de corazón para creer todos lo que dijeron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y entrara así en su gloria?' Y empezando por Moisés y todos los Profetas, les interpretaba lo que hay sobre Él en todas las Escrituras". (Lc 24, 25-27)

En el eterno designio de Dios -que contempla la libertad humana y la respeta- estaba escrito que debía ocurrir, precisamente, lo que ocurrió.  Debido al pecado Dios se hizo hombre, en Jesucristo, sin dejar de ser Dios; se hizo uno de nosotros. "Y, en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2, 8) "dándose a Sí mismo como rescate por todos” (1 Tim 2, 6), "por nuestros pecados" (Gal 1, 4), "y para redimirnos de toda iniquidad" (Tito 2, 14). 

El dolor, el sufrimiento y la muerte son consecuencia del pecado. Ésta es la causa principal y única de todos los males que aquejan a la humanidad. Y el hombre Jesucristo padeció todas estas secuelas, "a excepción del pecado" (Heb 5, 15). Pero, sin embargo, tomó sobre sí ese pecado como propio, lo hizo suyo, sintiéndose pecador ante su Padre -no siéndolo- y todo ello por amor a nosotros, para merecernos la salvación; lo que, además, le llevó hasta el extremo de dar su vida en una cruz, conforme a sus propias palabras: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). 

Aunque es muy difícil de entender (porque tenemos el corazón demasiado duro) podemos leer en la carta del apóstol san Pablo a los corintios, con relación a la misión de Jesús y a la voluntad de su Padre: "A Él [esto es, a Cristo] que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en Él justicia de Dios" (2 Cor 5, 21). Y en la carta a los romanos: “El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?” (Rom 8, 32). Fue el Amor por nosotros -¡amor incomprensible, pero real!- el que le llevó a obrar como lo hizo.

El amor, en esta vida, va necesariamente unido al sufrimiento. Las palabras de Jesús no pueden ser más claras: "Si alguno quiere venir en pos de Mí, que tome su cruz cada día y que me siga. Pues quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por Mí, ése la salvará" (Lc 9, 23-24), palabras que no son sino un reflejo de lo que debe ser la vida cristiana; las citas serían interminables; y todas van dirigidas en el mismo sentido: "Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecha la senda que lleva a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!" (Mt 7, 13-14)

Lo miremos por donde lo miremos, la cruz es el signo del cristiano. Ahora bien: es fundamental no olvidar que lo esencial en la vida cristiana no es el sufrimiento en sí, sino el sufrimiento junto a Jesús, por amor a Él, porque se quiere compartir su vida y su destino, igual que Él ha hecho por nosotros. Un cristiano nunca sufre en solitario, sino que su sufrimiento es siempre con Jesús, en Jesús y por Jesús. Lo único importante es el amor a Jesús, nuestro Maestro y nuestro Amigo. Todo lo demás es accesorio y, en realidad de verdad, todo lo que no sea amar a Jesús es tiempo perdido

La demostración de la autenticidad del amor pasa siempre por la cruz. No hay otro camino en el presente eón en el que vivimos, porque el compromiso con Jesús conlleva siempre trabajo, esfuerzo, ilusión, ..., cruz en definitiva. De manera que el que huye de la cruz huye de Dios. Por eso la cruz debe ser amada, pero nunca en sí misma, sino sólo en tanto en cuanto es la cruz de Cristo, que es Aquel a quien amamos y por quien nos jugamos la vida igual que Él hizo por nosotros

Por eso decía, al principio, que nadie en su sano juicio -y Jesús menos que nadie- quiere sufrir. Pero … si se sufre con Cristo (pues Él sufrió por Amor a nosotros), si al sufrir estamos participando, verdaderamente, del sufrimiento redentor de Jesucristo (puesto que formamos con Él un solo Cuerpo), entonces esos sufrimientos nuestros son también sufrimientos suyos. Cuando un miembro se conduele todo el cuerpo se conduele. Y cuando un miembro se alegra todo el cuerpo se alegra. Si estamos con Él -y Él está con nosotros- cualquier cosa que nos ocurra siempre será buena, aunque mirada con criterios meramente humanos parezca que no lo es. La desgracia más grande que nos puede ocurrir es el pecado, porque éste nos separa de Aquél que es nuestro mejor Amigo; en realidad, nuestro único amigo, el que da sentido a toda nuestra existencia.


(Continuará)

¿Por qué se va la gente de la Iglesia? (Monseñor Livieres)



Sobre Monseñor Rogelio Livieres


Doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra (España) y especialista en Derecho Administrativo por la Escuela Nacional de Administración Pública de Madrid (España). Fue ordenado Sacerdote el 15 de Agosto de 1978. Pertenece al clero de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei. Nombrado como Obispo de Ciudad del Este por el Papa Juan Pablo II, el 12 de julio de 2004, tomó posesión del cargo el 3 de octubre del mismo año. Estuvo al frente de esta Diócesis hasta el 25 de septiembre de 2014, fecha en la que fue cesado por el papa Francisco, parece ser que debido a unas reflexiones que hizo [y que sería muy productivo leerlas] relacionadas con el Sínodo de la Familia que había sido convocado por el Papa del 5 al 19 de octubre de 2014.  Según declaraciones del Opus Dei, los dichos de Monseñor Livieres sobre el Sínodo "son de su entera responsabilidad" (no importando si lo que dijo era o no verdad) ... de modo que se quedó literalmente solo, en este sentido. Sobre la deriva del Opus Dei , hay escrito un artículo en este mismo blog tomado prestado de Germinans Germinabit

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El original del artículo que sigue puede leerse también pinchando aquí



Desde algunas décadas asistimos a una constante disminución del número de católicos en América Latina. Muchos de los que abandonan la Iglesia, no lo hacen por dejar de creer en Dios, sino para sumarse a otros grupos religiosos, principalmente sectas pentecostales.

En algunos países los datos son especialmente dramáticos: solo el 46% se declara católico en Guatemala y el 66% en Brasil. Recordemos que, no hace muchas décadas, eran países en los que más del 90% eran católicos antes de que empezara a ocurrir esta migración.

¿Cómo puede explicarse este fracaso de la pastoral de la Iglesia en países de antigua condición católica? Naturalmente, nuestra respuesta entra en el terreno de la conjetura. Más que una causa, hay un conjunto de causas que explican este fenómeno. Pero ahora interesa señalar la más importante de ellas. Y esto, es claro, depende del que opina.

Personalmente, yo pienso que la gente busca en la religión, en su fe, seguridad espiritual y sentido claro de su existencia. Creencias sólidas que vienen de Dios y han sido experimentadas positivamente a lo largo de los siglos. En cambio, los católicos, desde hace decenios, generalmente encuentran en los obispos y sacerdotes relativizaciones y no certezas de fe: dudas e interpretaciones demasiado personales que diluyen la verdad revelada por Dios y la fe compartida por la comunión de la Iglesia a través de los siglos.

Una persona que vive de la fe católica busca, además de solidez, una armonización entre esta fe y la razón. Esta fe «explicada» y «razonable» se va volviendo monolítica por medio de la oración y los sacramentos, a partir de los cuales se va ahondando la relación personal con Dios. En este diálogo constante con el Señor va creciendo en la firmeza de su fe que, a su vez, empieza a transmitir a los demás cuando los ve vacilantes, desconcertados o titubeantes.

El relativismo y la formación doctrinal pobre –aunque a veces sofisticada– ha diluido las certezas de la fe y la intensidad de la vida espiritual entre nosotros. La Iglesia necesita volver a la solidez doctrinal de otras épocas, si no quiere disgregarse o desangrarse en mil sectas, incluso aunque subsistan dentro de sí misma.

Verdad es que Jesús prometió asistir a la Iglesia hasta el final de los tiempos. Pero también nos previno que, en su regreso, la fe de muchos se habría apagado y la Iglesia se vería reducida a un pequeño rebaño, a un puñado que logró escapar a la disgregación espiritual y doctrinal. A nosotros nos corresponde, en cada tiempo, ser fieles a Cristo y así atraer al mundo entero a la luz de la fe.

Muchos han enfocado equivocadamente el diálogo Iglesia-mundo. No le hicimos ningún favor al mundo cuando acudimos a ese diálogo con las mismas perplejidades de ellos. Un diálogo así se transforma con frecuencia en un intercambio de dudas.

Donde realmente se realiza ese diálogo con el mundo es en nuestros propios corazones, cuando consideramos las cosas a la luz de la luminosidad de Cristo. Los cristianos somos el mismo mundo sacralizado, orientado a Dios y por eso pleno y feliz.

No me refiero al mundo del que se refiere san Juan cuando dice que tres son los enemigos que tenemos: el mundo, el demonio y la carne. Aquí mundo significa todo lo creado y que todavía no ha sido redimido en el corazón del cristiano por obra de la gracia.

Hemos de vivir como hijos de Dios, y acudir a nuestros hermanos, los demás hombres, con ese conocimiento del Padre y de su enviado, Jesucristo, por el que se nos hace participar de la vida eterna. El esplendor de la verdad de la fe debe verse reflejado en nuestra conducta y explicado, de modo razonable,  en nuestra conversación con el resto de los hombres. Además, necesitamos cultivar un trato humano que se preocupe de todas las cosas con ánimo de sencilla convivencia y sin pretender «pontificar» a los demás desde nuestro primer encuentro. Ya llegará el momento y los modos en que podamos ir sugiriéndoles un encuentro amable con las verdades que nos sistematiza el Catecismo de la Iglesia Católica o, más sencillamente, el Compendio del Catecismo.

Cuando contribuimos con las verdades de Dios al diálogo con los hombres, la mayoría respetan nuestras convicciones y agradecen nuestra paz interior. De esa manera vamos dialogando con el mundo desde la verdad de la que somos poseedores no porque sea nuestra, sino porque es de nuestro Padre y, por lo tanto, de todos nosotros por igual. La experiencia nos muestra que, cuando somos fieles a la verdad del Evangelio en toda su plenitud y certeza, los hombres comienzan a retornar a la Iglesia, de la que sólo se fueron porque no encontraron suficiente alimento para sus vidas. Cumplamos, pues, con lo que el Señor nos encomendó: “Id y predicad a todas las naciones”.

Mons. Rogelio Livieres