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domingo, 4 de enero de 2015

Cuidado con los falsos profetas (1) [Fe y frutos]

"Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida Eterna y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 68-69).


Todos sabemos que esto es así: "Ningún otro Nombre hay bajo el cielo, dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Heb 4, 12). Y, sin embargo, nos encontramos con una enorme cantidad de personas que se están apartando de Jesús y, por lo tanto, de su salvación eterna. Reina una gran confusión en el seno de la Iglesia Jerárquica, la cual se transmite también a los fieles: "Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño" (Zac 13, 7; Mt 26, 31).

El mal avanza, cada vez más aceleradamente y, aunque hay una solución para vencerlo: "vence el mal con el bien" (Rom 12, 21), se requiere elegir el camino de la cruz y de la senda estrecha; y son muy pocos los que están dispuestos a ello. ¿Por qué? La causa principal es la apostasía generalizada, a nivel mundial. Se ha perdido la fe en Dios, y "sin fe es imposible agradarle, pues es preciso que quien se acerca a Dios crea que existe y que premia a los que le buscan" (Heb 11,6). En palabras del apóstol Juan: "¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?" (1 Jn 5, 5). Pero, ¿cuántos están por la labor? Y, sin embargo, no hay otra solución posible: "Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe" (1 Jn 5, 4); una "fe que actúa por la caridad" (Gal 5, 2): ésta autentifica que la fe es verdadera y no un mero sentimiento.

Aunque podríamos preguntarnos, con san Pablo: "¿Cómo creerán en Aquél a quien no han oído? ¿Y cómo oirán si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?" ( Rom 10, 14-15). De aquí la urgencia y la necesidad de sacerdotes santos que tiene el pueblo cristiano en la actualidad porque, pese a que todavía haya quienes hablen de "primavera de la Iglesia", lo cierto y verdad es que es un "invierno eclesial" lo que la domina.

Lo peor de todo es que se está utilizando la propia palabra divina por algunos falsos pastores que pasan ante todos como auténticos, cuando son, en verdad, "lobos rapaces disfrazados de ovejas" (Mt 7, 15). Por eso San Pedro nos advierte: "Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar" (1 Pet 5, 8). El cristiano tiene que vivir en permanente vigilancia si no quiere perder la fe. Porque, además, los enemigos se encuentran en la propia Iglesia, "intrusos, falsos hermanos, que en secreto se han infiltrado para espiar la libertad que tenemos, con el fin de someternos a esclavitud" (Gal 2, 4).

"En la cátedra de Moisés -decía Jesús- se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis según sus obras; porque ellos dicen y no hacen" (Mt 23, 2-3). El problema en la actualidad es aún mayor, porque ni siquiera podemos fiarnos de lo que nos digan algunos de los que están sentados en la cátedra, es decir, de algunos pastores, que aparentan serlo, pero que no lo son realmente: ¿cómo podemos hacer, entonces, lo que nos digan? Sería un suicidio, pues actuaríamos contra la voluntad de Dios. Pero claro: necesitamos alguna regla segura para averiguar si estamos o no ante un falso pastor. Esa regla, que es de sentido común, nos la dio Jesús: "Por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 16). 



¿En qué tipo de frutos piensa el Señor?Escuchemos sus propias palabras: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 6). "En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos" (Jn 15, 8). Por lo tanto, el fruto que Dios espera de nosotros es que permanezcamos unidos a Jesucristo¿Y cómo sabemos que permanecemos en Él? 
Pues "conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros en que nos ha dado su Espíritu"(1 Jn 4, 13), de manera que "nadie puede decir: "Señor Jesús" sino por el Espíritu Santo" (1 Cor 12, 3). Además, "cualquiera que confiese que "Jesús es el Hijo de Dios", Dios permanece en él, y él en Dios" (1 Jn 4, 15), pues "¿quién es el vencedor del mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?" (1 Jn 5, 6).

De nuevo la fe; una fe que nos es dada gratuitamente por el Espíritu, el cual habitará en nosotros, si se lo pedimos de modo insistente al Padre a través de su Hijo y con su Hijo: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?" (Lc 11, 13). Y si el Espíritu está en nosotros, por pura gracia, no necesitamos nada más: "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?" (1 Cor 3, 16).

La fe en la divinidad de Jesucristo es la que nos hace permanecer en Jesús, que éste es el fruto que el Padre busca, de modo que se pueda decir de todos los cristianos: "Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de Él" (1 Cor 12, 27). En la oración sacerdotal de la Última Cena, Jesús ruega a su Padre por sus discípulos y le dice: "Que todos sean uno: como Tú, Padre, en Mí y Yo en Tí, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado" (Jn 17, 21). Jesús ruega también por aquellos que han de creer en Él por su Palabra (Jn 17, 20)

Nos podríamos preguntar por qué todo esto es tan importante, porque lo es. Ciertamente, hay una razón - eso sí, misteriosa e incomprensible- y es que Dios nos ama y desea ardientemente estar con nosotros y ser amado por nosotros de la misma manera. Esto lo sabemos por su Hijo, a quien Él envió al mundo para salvarlo del pecado. Dios se hizo hombre en la Persona del Hijo ... ¡por puro Amor!. "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8); así nos lo dice san Juan; y nosotros, creados a su imagen y semejanza, hemos sido llamados a participar de su propia Vida, sin merecimiento alguno de nuestra parte.

Ese amor se puso de manifiesto en toda su existencia, desde el instante en que fue concebido en el vientre de María por obra y gracia del Espíritu Santo hasta su ascensión a los cielos, en cuerpo y alma. Pero hay unas palabras de Jesús que nos llegan al corazón; aquellas que pronunció en la oración sacerdotal que dirigió a su Padre durante la noche de la Última Cena. Así, por ejemplo, cuando dice : "Padre, quiero que donde Yo estoy estén también conmigo los que Tú me has confiado" (Jn 17, 24). "Yo les he manifestado tu Nombre, y se lo manifestaré, para que el Amor con el que Tú me amaste esté en ellos, y Yo en ellos" (Jn 17, 26). Nuestra imaginación es muy pobre y no podemos ni hacernos la menor idea de hasta qué punto nos ama Dios, a cada uno. Como decía el apóstol Pablo, citando -a su vez- al profeta Isaías: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni llegó al corazón del hombre, lo que Dios tiene preparado para aquellos que lo aman" (1 Cor 2, 9)
(Continuará)