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lunes, 17 de agosto de 2015

CONCILIO VATICANO II (De una homilía del padre Alfonso Gálvez)

En las dos entradas anteriores hemos podido leer el comentario que se hace a lo contenido en el libro "Vaticano II: UNA EXPLICACIÓN PENDIENTE", cuyo autor es Brunero Gherardini (Pinchar aquí y aquí).

Un libro que abre una profunda, seria, serena y rigurosa línea de investigación sobre el Concilio Vaticano II; y que se encuentra tan lejos del prejuicio de algunos como del aplauso adulador de la mayoría ... y siempre desde el amor filial a la Iglesia. Se trata de un
libro de necesaria lectura para abrir los ojos a los cristianos de hoy ante los graves problemas actuales que asedian a la Iglesia católica. Y les llevará, sin duda, a una reflexión realista al mismo tiempo que esperanzada.

Fue al poco, muy poco tiempo, de leer ese comentario cuando me encontré con la quinta parte de la homilía del padre Alfonso Gálvez, sobre
la Gran Cena y los Invitados Descorteses, en la que se aborda también este tema tan importante cual es el del Concilio Vaticano II. Aquí lo transcribo, tal cual ... aunque he cambiado algo el formato en cuanto a los colores, por ejemplo, se refiere.  Algo tendría que "ser original mío" en esta entrada; como se dice normalmente "menos da una piedra"


En fin, fuera de bromas, lo que importa es el contenido que, como es ya habitual en el padre Alfonso, es claro y rotundo. Claridad, rotundidad y un inmenso amor a la Iglesia son algunas de las notas (entre otras muchas) que lo distinguen:


Continúa la parábola diciendo que el criado comunicó a su amo que la sala ya se había llenado de pobres e indigentes y aún quedaba lugar. A lo que contestó su señor:

- Pues entonces sal a los caminos y a los cercados y oblígalos a entrar, porque quiero que mi casa se llene de invitados.

Es de notar que la expresión oblígalos a entrar suena en la actualidad como escandalosa, ante una Iglesia modernista que hace caso omiso de las enseñanzas del Evangelio. Por lo que la doctrina que contiene es rechazada por el vigente Progresismo eclesiástico de cariz modernista, inspirador de las Declaraciones sobre Libertad religiosa emanadas del Concilio Vaticano II. Las cuales han supuesto un grave obstáculo a una Pastoral de Evangelización de la Iglesia que había permanecido indemne y floreciente durante veinte siglos.

En realidad la Iglesia no había entendido nunca el celo apostólico como instrumento de coacción a las almas utilizado para lograr su conversión. El celo de tu casa me consume, del que habla el salmo 69, se refiere a la propia persona que ama a Dios (como fácilmente se deduce de la misma expresión) [1] y que se ve impulsada a trabajar por la conversión de los demás.

El apóstol evangelizador no hace sino cumplir el mandato de Jesucristo: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado.[2]

Aunque el espíritu apostólico y evangelizador de la Iglesia, por muy ardoroso que sea - aunque justificado de todos modos cuando está en juego la salvación de las almas- siempre ha tenido presente la necesidad previa de la libertad, tanto en el ánimo de los evangelizadores como en el de los evangelizados.

En realidad la idea de la coacción fue subrepticiamente introducida en la Teología católica postconciliar sin fundamento alguno, mediante la utilización de los acostumbrados recursos de las falsedades metodológicas y de las mentiras históricas. Los primeros obstáculos a la enseñanza secular de la Iglesia partieron del Concilio Vaticano II a través de la Declaración Dignitatis Humanæ, en la que se contienen ideas más bien discordantes de la Doctrina Tradicional:

Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.

Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural.

Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil. Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza.

Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido.[3]

Las consecuencias de esta doctrina no se hicieron esperar, como lo demuestra la historia de más de cincuenta años de postconcilio y la confusión producida en la Iglesia en la doctrina, en la liturgia, en el culto, en el concepto de Sí misma, en los mismos fieles y en la deserción hacia las sectas protestantes. Mucho se ha hablado y aún se podría hablar acerca del tema, aunque quizá sea lo mejor ofrecer el ejemplo de uno de los sucesos más recientes ocurridos en el momento de redactarse este escrito:

Según hace constar el periodista Chris Jackson,[4] ha sido descubierto en Detroit (Michigan, USA) un monumento de bronce de una tonelada de peso dedicado a Satán, llamado Baphomet, a fin de ser expuesto a un número limitado de fieles adoradores. El cronista da cuenta de la ardorosa protesta producida por parte de un señalado número de neocatólicos y algunos grupos protestantes, no sin hacer notar, por lo que hace a los neocatólicos, la discrepancia entre su actitud y el apoyo prestado a la doctrina enseñada por el Concilio Vaticano II y confirmada por las iniciativas ecuménicas de los Papas postconciliares.

Asegura el cronista, en el caso de que hubiéramos de atenernos literalmente a la doctrina conciliar, que los satanistas poseerían pleno derecho a estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.

Por lo que el derecho a esta inmunidad -continúa el cronista citando las fuentes del Concilio- permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido.

Alguien podría objetar que esta argumentación carece de sentido, por cuanto es evidente la intención del Concilio, aunque no lo diga expresamente, de referirse exclusivamente a los cultos a la Divinidad con exclusión de elementos no propiamente religiosos como pueden ser los tributados a Satán. Sin embargo, en el ámbito de las Leyes no es válido el recurso a una supuesta intención implícita del legislador cuando el texto de la ley es suficientemente claro y explícito.

Tal vez se podría recurrir a las complicadas teorías sobre la interpretación jurídica de afamados expertos del Derecho, como Legaz Lacambra, Giorgio del Vecchio o Hans Kelsen que en realidad no conducirían a ninguna conclusión, puesto que la Declaración dice claramente que nadie debe ser impedido en el ejercicio de la libertad religiosa cuando obra conforme a su conciencia, sin alusión alguna a la Divinidad y según el sentido obvio general del Documento.

Y además sin limitación alguna a excepción de la que se refiere a guardar los límites debidos, expresión que se acaba de aclarar cuando añade con tal de que se guarde el orden público. En cuanto a que los cultos satánicos no pertenecen al ámbito propiamente religioso, es una afirmación que no responde a la realidad, puesto que Satanás es un ser real contemplado por la Revelación sobrenatural, lo mismo que el Infierno está contenido en ella como contrapunto del Cielo.

Por otra parte, resulta difícil negar que el Concilio contempla toda clase de religiones, incluidas las que no hacen referencia alguna a la Divinidad o son contrarias a ella, desde el momento en que está suficientemente claro en los textos:

Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abrahán adoran con nosotros a un solo Dios misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día.[5]

Y en otro lugar dice expresamente:

Así, en el Hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición mediante las modalidades de la lucha ascética, a través de profunda meditación, o bien buscando refugio en Dios con amor y confianza.

En el Budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado pueden adquirir el estado de perfecta liberación o la suprema iluminación por sus propios esfuerzos apoyados con el auxilio superior.[6]

El problema que plantean estos y paralelos textos conciliares consiste en que no solamente no parecen responder a la doctrinas profesadas por estas religiones, las cuales el Concilio reconoce como legítimas, sino en que lo contenido en ellas se opone claramente a la Doctrina Católica. Como ocurre, por ejemplo, con puntos fundamentales del Islamismo de los que se pueden citar algunos:

Las mujeres son inferiores a los hombres.[7]
La creencia en la crucifixión y en la resurrección de Jesucristo es falsa.[8]
Creer en la divinidad de Jesucristo es blasfemia.[9]
La creencia en Jesucristo como Hijo de Dios es un grave error.[10]
Los musulmanes tienen como mandato luchar contra los cristianos y contra todos los que se oponen al Islam.[11]

Las dificultades aumentan a causa de que muchas de las expresiones contenidas en los Documentos conciliares son anfibológicas y confusas, sin la aportación de explicaciones suficientes que contribuyan a su aclaración. Lo que que induce a algunos a pensar que se trata de meras logomaquias. Tal ocurre, por ejemplo, con la Declaración Nostra Aetate, donde se afirma que en el Hinduismo se expresa el misterio divino mediante la inagotable fecundidad de los mitos y los penetrantes esfuerzos de la filosofía.

Sin embargo, examinadas atentamente las palabras, cabría preguntar acerca de lo que significan la inagotable fecundidad de los mitos o los penetrantes esfuerzos de la filosofía. Con respecto a lo primero -los mitos y su inagotable fecundidad- conviene hacer notar que tampoco aquí los expertos han logrado ponerse de acuerdo acerca del origen, significado o alcance sociológico de los mitos, como demuestran las diversas y variadas teorías de antropólogos tan afamados como Mircea Eliade, Lévi--Strauss, Malinowski, Jung y otros. En cuanto a lo segundo -los penetrantes esfuerzos de la filosofía- no hay sino decir que, dada la extraordinaria multitud de corrientes existentes de pensamiento, sería conveniente conocer de un modo más explícito la clase de filosofía a la que se refiere el Concilio.

Y el problema se agrava más cuando se considera que la Escritura no parece estar conforme con las benevolentes declaraciones conciliares, como la que asegura que católicos y musulmanes adoran a un mismo Dios. Por ejemplo cuando afirma:

Jesucristo dice de Sí mismo que nadie va al Padre si no es a través de Mí.[12]

Y en otro lugar:

El que cree en el Hijo tiene la vida eterna, pero quien se niega a creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.[13]

¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ése es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo, tiene también al Padre.[14]

En esto conocéis el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios.[15]

El que cree en el Hijo de Dios lleva en sí mismo el testimonio. El que no cree a Dios le hace mentiroso, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo.[16]

Porque han aparecido en el mundo muchos seductores que no confiesan a Jesucristo venido en carne. Ése es el seductor y el Anticristo.[17]

Todo el que se sale de la doctrina de Cristo y no permanece en ella, no posee a Dios; quien permanece en la doctrina, ése posee al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros y no transmite esta doctrina no le recibáis en casa ni le saludéis; pues quien le saluda se hace cómplice de sus malas obras.[18]

Lo que parece descubrir una brecha o especie de esquizofrenia doctrinal entre las enseñanzas sobre el Ecumenismo del Concilio y los datos de la Escritura. Problema que se intentó resolver mediante el recurso a las llamadas hermenéuticas de la continuidad, de las que apenas hoy ya si se habla.

Fracasado lo cual se acudió a las teorías rahnerianas y ratzingerianas acerca de la interpretación historicista de la Revelación, según las cuales ésta [es decir, la Revelación]depende del sentimiento humano, que es el que decide según las vicisitudes y circunstancias del momento histórico. Lo que conduce a la conclusión de que no es la Escritura la que juzga al hombre, sino que es el hombre quien juzga y determina a la Escritura.

Otra circunstancia que ha contribuido a provocar la actual Apostasía General que sufre la Iglesia es el hecho, nada fácil de explicar, de las peticiones de perdón a las que se ha avenido la Jerarquía con respecto a las Cruzadas y a la Evangelización de América. Es bien sabido que durante siglos habían sido considerados tales acontecimientos, con consentimiento unánime y universal, como verdaderos timbres de gloria para la Iglesia y para las Naciones Evangelizadoras. Y de ahí que muchos católicos se sientan confusos y desconcertados: ¿Se equivocó la Iglesia de entonces o está cometiendo un error la de ahora?

Efectivamente los tiempos de gran confusión son también tiempos de preguntas difíciles y desconcertantes. Que generalmente no encuentran respuesta, ... , al menos de momento. Porque si el justo vive de la fe [19] también vive de la esperanza, que es lo que le hace estar convencido de que al fin todo quedará aclarado; cuando la verdad se imponga definitivamente al error y la luz acabe por disipar las tinieblas. Será el día en el que aparezcan por fin los cielos nuevos y la tierra nueva, conforme a la promesa que se nos hizo, y en los que habitará la justicia.[20]



[1] Sal 69:10.
[2] Mt 28: 19--20.
[3] Dignitatis Humanaæ, I, 2.
[4] Chris Jackson, página web de Remnant Newspaper, 15, Julio, 2015.
[5] Lumen Gentium, n. 16.
[6] Nostra Aetate, n. 2.
[7] Sura 4:34.
[8] Sura 4: 157--159.
[9] Sura 5:72.
[10] Sura 19:35; 10:68.
[11] Está contenido en la Sura 9:26.
[12] Jn 14:6.
[13] Jn 3:36.
[14] 1 Jn 2: 22-23.
[15] 1 Jn 4:2.
[16] 1 Jn 5:10.
[17] 2 Jn: 7.
[18] 2 Jn 9-11.
[19] Heb 10:38.
[20] 2 Pe 3:13.