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viernes, 7 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (2 de 10)

Anteriormente a la venida de Jesucristo a este mundo, los justos del Antiguo Testamento no podían entrar en el cielo, a causa del pecado original. Lógicamente no podían estar en el Infierno, pues eran justos. Según la tradición sus almas se encontrarían en lo que se conoce como "seno de Abraham" (Lc 16, 22) un lugar semejante a lo que hoy llamamos el limbo; con la diferencia de que ellos tenían la esperanza del Cielo, que estaba a expensas de la venida del Mesías, lo que no ocurre con los que están en el limbo. 



Una vez que Jesucristo vino al mundo y, con su amor [manifestado hasta el extremo con la entrega total de su vida en la cruz] venció al pecado, también nosotros, en Él (y sólo en Él), podemos vencerlo, pues su Victoria se hace la nuestra y participamos de sus propios méritoscomo si fueran nuestros

Además, al ser Jesús no solo perfecto hombre sino también perfecto Dios, esta participación se hace extensiva a todos los hombres de todos los tiempos, también a los que vivieron antes que Él. Por eso los justos del Antiguo Testamento, que se encontraban en el "seno de Abrahán", a la espera de Su venida, se encuentran ahora en el cielo gozando de la visión beatífica. El "seno de Abrahán" dejó de existir, una vez cumplido su cometido.


Con la venida de Jesucristo a este mundo y con su muerte en la cruz por amor a los hombres, el pecado quedó vencido (Redención objetiva) y la salvación es ahora posible.  Ahora bien: para que se dé una participación real en los méritos de Jesús es precisa la unión con Él en el Espíritu Santo, de modo que formemos con Jesús un solo cuerpo. Esta condición es necesaria para que la Redención sea efectiva para nosotros (Redención subjetiva) y podamos salvarnos. 


De aquí la necesidad imperiosa que tenemos de darle al Señor una respuesta amorosa y definitiva para hacer posible nuestra salvación. Y, vistas así las cosas, como son en verdad, la conclusión a la que llegamos es que sólo se salvará aquél que quiera ser salvado, como ya se ha hablado de este tema en numerosas entradas de este blog. En realidad, a esto estamos llamados y éste -y no otro- es el sentido de nuestra vida como cristianos: ser uno en Jesucristo, transformarnos en Él, sin dejar de ser nosotros mismos, con nuestra propia personalidad, que no perdemos; lo que viene a ser un eco de las palabras de San Pablo, que todos desearíamos hacer nuestras: "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20). 


Una vez que Jesús ha venido a este mundo y Dios se ha manifestado plenamente en Él, haciéndonos ver así cuál es su Voluntad, no tenemos otra opción para salvarnos que no pase siempre por Jesucristo: "Si no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado. Quien me odia a Mí, odia también a mi Padre" (Jn 15, 22-23).


Es un dogma de fe que  nuestra salvación sólo es posible "por Cristo, con Él y en Él", como se dice en la Santa Misa; se trata de una regla que es siempre es cierta y que no admite excepciones: "Ningún otro Nombre hay bajo el Cielo por el que podamos salvarnos" (Hech 4, 12) ... hasta el punto de que "todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre" (1 Jn 2, 23). 


(Continuará)