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jueves, 22 de mayo de 2014

¿Infalibilidad de las canonizaciones? (Padre Alfonso Gálvez)



Padre Iraburu
[El padre Iraburu, que escribe en su blog Reforma o Apostasía, y en Infocatólica ha escrito sobre este tema de la infalibilidad de las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II. El padre Alfonso Gálvez, fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, discrepa de su posición y lo hace con argumentos muy sólidos. Dice lo siguiente (los subrayados, negritas, cursivas o color de letra son míos):] 

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El P. Iraburu ha elaborado un razonamiento que no es admisible. Según él, todas las canonizaciones proclamadas por la Iglesia han sido consideradas hasta ahora como infalibles. Y es imposible ---continúa diciendo--- que una creencia tan universal y siempre reconocida en la Iglesia pueda ser errónea. Luego las actuales canonizaciones también son infalibles, y de ahí la necesidad de reconocer como Santos a Juan XXIII y a Juan Pablo II.

Sin embargo, la primera afirmación no se fundamenta en la verdad. Dado que existen en la Iglesia teólogos de alto prestigio, tanto de tiempos anteriores como de la actualidad, que ponen en duda la condición de infalibilidad de las canonizaciones de santos o beatos apoyándose en argumentos bastante fiables. Y sobre todo en referencia a las dos últimas, en las que faltan todas las condiciones de seriedad y de cumplimiento de las exigencias canónicas para llevarse a cabo. El P. Iraburu es un sacerdote serio e instruido y conoce sin duda la existencia y los nombres de tales teólogos, entre los que se cuenta el mismísimo Ratzinger, luego Papa Benedicto XVI y ahora conocido como Papa Emérito.

En cuanto a la segunda afirmación, no se corresponde con la realidad de los hechos. La imposibilidad de que estas dos canonizaciones sean infalibles se explica por razón de que la doctrina, la vida y muchas actuaciones de ambos Papas son demasiado conocidas como para que sea posible admitir en ellas su carácter de santidad. Además de su condición de enteramente rechazables bastantes de ellas, son bien patentes y avaladas por multitud de documentos y no pocos testigos. Y no cabe empeñarse en negar la evidencia de que ambos Papas causaron daños irreparables a la Iglesia, puesto que tal cosa equivaldría a rechazar voluntariamente la evidencia de los hechos, adoptando una actitud de reticencia en aceptar lo que todos los historiadores serios han reconocido, cerrando los ojos también a lo que cualquiera que se halle libre de prejuicios puede ver y comprobar fácilmente por sí mismo.

Yo fui ordenado sacerdote bajo el Pontificado de Pío XII. He tenido ocasión, por lo tanto, de seguir la larga trayectoria de sucesos inexplicables que ha recorrido la Iglesia hasta los tiempos actuales: desde la muerte de Pío XII, el Concilio y los tiempos del postconcilio (más de cincuenta años que han culminado en el estado actual de ruina de la Iglesia), de manera que he vivido en propia carne el cambio sustancial dado por la Iglesia entre uno y otro período. Fui siguiendo con gran asombro las noticias que informaban acerca del Pacto de Metz (1962); en el que el Cardenal Tisserant y el Patriarca ortodoxo ruso Nikodim (títere del Politburó soviético) firmaron respectivamente, en nombre de Juan XXIII y de Kruschev, el acuerdo de no condenación (e incluso la exclusión de cualquier alusión en contra) del comunismo en el Concilio. Con los resultados conocidos: carta blanca a la política de la Otspolitik, reconocimiento de los valores(?) contenidos en la doctrina soviética, abandono a su suerte de millones de cristianos en Rusia y países sometidos, y puerta abierta a la introducción de laTeología de la Liberación en la América Hispana. Puse interés en seguir las filosofías adoptadas por Juan XXIII (extrañas al tomismo y a la Philosophia Perennis que siempre había mantenido la Iglesia), sus atenciones y preferencias por filósofos previamente condenados por San Pío X, amén de su apertura a las religiones extrañas al Catolicismo, etc. 

En cuanto a Juan Pablo II, prefiero no referirme a los Encuentros de Asís, ni a sus numerosos viajes en los que tuvo ocasión de celebrar liturgias profanas e imposibles de imaginar compatibles con la Liturgia de la Iglesia; dediqué buena cantidad de tiempo en leer sus Encíclicas (con especial atención las llamadas Trinitarias, en las que, a pesar de no ser yo teólogo, me pareció apreciar no pocos errores), además de emplear montañas de paciencia en seguir su Teología del Cuerpo, predicada por él durante dos años y acerca de la cual cualquier teólogo serio encontraría hoy multitud de elementos rechazables pero que a mí mismo ya me escandalizaron en su momento. En cuanto a la catadura de los Cardenales y Obispos nombrados por él, los cuales ostentan hoy en día los cargos de mayor responsabilidad en la Iglesia, es cosa que está a la vista de todos y acerca de lo cual es mejor callar; ni quiero aludir tampoco a su desafortunada amistad con el P. Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, etc., etc., pues no hay lugar aquí para relatar una larga crónica.

He ahí un brevísimo resumen que me califica para afirmar honradamente un hecho claro: obligar a mi razón a reconocer santidades en personalidades cuya vida, escritos, actividades y doctrina conozco, y son muchos de ellos claramente incompatibles con la Fe, sería colocarme en la tesitura de tener que afirmar que lo blanco es negro y que lo negro es blanco. Sin embargo la razón no es incompatible con la Fe, ni la Fe con la razón (verdad revelada). Y de ahí la angustia que experimento cuando compruebo la facilidad con la que los hombres están dispuestos a poner entre paréntesis la verdad, o al menos a disimularla, para condenarla al fin a un olvido total.

Es natural que el Padre Iraburu, tal como hacemos también nosotros, se encuentre dispuesto a acoger con respeto las decisiones del Papa y a confiar en que ambos Pontífices canonizados gocen de la eterna bienaventuranza. El verdadero católico asume las decisiones de la Iglesia y presta fidelidad a su legítima Jerarquía. Aunque sin llegar al extremo de faltar a la verdad, que es la última cosa que esperaría de nosotros Aquél cuyo juicio es el verdaderamente último y definitivo.